“Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”.
ANTONIO MACHADO, poeta español.
Pusieron mucho empeño mis padres en enseñarme lo que, con el paso del tiempo, decidí llamar “la regla de las tres haches”: ser humilde, ser honesto y ser honrado. Y creo sinceramente que estas tres cualidades encajan a la perfección en el mensaje central de la cita de Machado: hacer las cosas bien.
Sin embargo, es evidente que, por mucho que nos esforcemos, no todo lo que hacemos lo hacemos bien. Nos equivocamos constantemente, aunque no reflexionemos sobre ello con la misma frecuencia.
No piense el lector que me arrancaré a continuación con una espesa disertación filosófica sobre el significado del bien y del mal, como si me hubiera poseído el espíritu de Nietzsche. No es esa la idea. Al contrario, tomaré la cita del escritor sevillano solo como punto de partida para reflexionar sobre el digno oficio de escribir.
Si echáramos la vista atrás, digamos a mediados de los 90 —aquellos que tengan la suficiente edad y memoria para hacerlo—, descubriríamos una realidad tan diferente a la actual que nos preguntaríamos cómo pudimos hacer lo que hacíamos entonces con tanta naturalidad. Por ejemplo, escribir manuscritos a mano (sí, ya sé que hay escritores que continúan con ese hermoso hábito) o mecanografiados trabajosamente en una ruidosa máquina de escribir, quizá en un modelo eléctrico si tenías la suerte de estar a la última.
La llegada del ordenador —y posteriormente de internet— revolucionó la vida de la gente, y el mundo literario no quedó al margen de los acontecimientos. El auge de la telefonía móvil, el nacimiento de los teléfonos inteligentes y las redes sociales hicieron el resto. Al mismo tiempo, el papel impreso cedió terreno al imperio digital. Los lectores demandaron nuevos canales de acceso a los libros y los escritores descubrieron nuevas formas de hacer llegar su trabajo al público. Todo aquel que quería leer leía. Todo el que quería escribir escribía.
Dentro del mundo editorial surgió el modelo de autoedición y coedición. Se implementaron formas de obtener recursos como la microfinanciación (crowdfunding en inglés), que permitía cubrir por anticipado los gastos de edición de un libro antes de ser publicado. Todo avanzaba a velocidad de vértigo. El gigante Amazon no tardó en darse cuenta del potencial implícito en el negocio que nacía en medio de esta vorágine y se apresuró a ofrecer los medios necesarios para autopublicar y que el propio escritor gestionara su producto y lo vendiera optimizando las regalías y evitando así al resto de actores, en otro tiempo tan perseguidos, como las editoriales y los libreros. El panorama se llenó de títulos publicados libres de intermediarios.
Los escritores, entusiasmados con la posibilidad de ver su trabajo en circulación, y animados por la facilidad y la gratuidad de algunos modos de conseguirlo, no se demoraron en colgar textos en la red que, si bien contaban con cierta calidad argumental y de estilo, carecían de uno de los filtros irrenunciables por los que debe pasar cualquier escrito que vaya a ser publicado: la corrección ortotipográfica.
Soy un firme defensor del trabajo en equipo. Y la publicación de un libro necesita de un gran equipo que lo haga posible.
Entiendo el oficio de escritor como el de un pintor que crea un cuadro de la nada: esboza, modifica, matiza, perfila, resalta, sorprende, cautiva, acongoja, entusiasma, aterroriza, encandila, divierte…
Pero, en ese proceso creativo, el escritor está inmerso en su creación. Naturalmente, él mismo realiza las primeras correcciones, repasa el texto una y otra vez, busca incongruencias, contradicciones, gazapos… Sin embargo, su trabajo siempre consistió en contar la historia como quería contarla, del modo en que sabe hacerlo. Si se quedó una coma atrás, si se escapó una tilde, si sobró un espacio en medio de esas dos palabras que emocionaron al lector, es trabajo del corrector encontrarlo y corregirlo. El corrector no es un lector. Es alguien aséptico que viene a limpiar, no a modificar el texto ni a implicarse en la historia. Su trabajo debe ser valorado y agradecido porque es necesario.
Si se quiere aprender de verdad el oficio de escribir, si deseamos crecer día a día y mejorar nuestro trabajo, debemos tener paciencia y pulir concienzudamente el fondo y la forma. El resultado final será mejor si somos cuidadosos en la elaboración. Si somos meticulosos y perseguimos la excelencia. Debemos ser humildes y honestos. Y es justo honrar el trabajo de todos aquellos implicados en la ardua labor de lograr que lo que escribimos tenga la calidad necesaria para ser publicado.
Solo con echar una ojeada a las redes sociales, en las que miles de escritores comparten con cariño y pasión contenida sus creaciones, descubriremos muchas razones que justifican que la cita de Machado aún flote en el aire y en el pensamiento de muchos, recordando a todos los entusiasmados escritores noveles —y no tan noveles— la paternal advertencia: “Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”.
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