Tenía que pasar pronto la ITV; por fortuna, había pedido mi cita con suficiente tiempo y me tocaba ahora, hacia mediados de este octubre, en la privada, que la pública estaba de lo más atestada tras la laguna o parón que supuso el confinamiento. ¡Ya se vería cómo se solucionaba legalmente la papeleta, pues había un lío de plazos de lo más imposible y muchos vehículos caducados, o en vías de ello, y conductores preocupados sin saber qué hacer!
El coche –un Ford Focus de gasolina que compré de segunda mano hacía un par de años– estaba bien, aunque le había tenido que cambiar recientemente la bomba de aceite. Domingo Ruiz Molano, quien tiene un taller de toda la vida en el pueblo de al lado, se encargó de ello. Talleres Ruiz se llama el establecimiento, y arreglan de todo; son unos manitas; y yo lo sé más que bien por cuantos pormenores me resolvieron cuando tenía a mi cargo la tahona.
Yo notaba que el Focus me pegaba extraños tirones y que no tenía redaños si no se le apuraban las velocidades, sobre todo la tercera y la cuarta. Le pasaba algo. Algo no iba bien. Una vez viniendo del pantano, creí que no podría llegar al pueblo, que me dejaba tirado a la aventura en aquellos perdidos y abandonados campos. Y otra vez subiendo a la ermita también le costó al condenado.
¡Mal rollo!
Se lo dije a Domingo en cuanto lo vi, y quedamos. Llamé a la grúa para que me llevase el coche porque no me fiaba de que pudiese recorrer los veinte kilómetros que distaba el taller. Como el modelo de inyector que se había ido no lo había en la capital, me hube de esperar un día más de lo calculado.
¡Ni que decir tiene que el coche quedó perfectamente a punto! ¡Menuda diferencia!
Pero Domingo me observó que los neumáticos no estaban muy allá, pero que quizás colarían, y yo me mostré de acuerdo. Habría hecho falta un calibre de precisión o mucho ojo para poder determinarlo. De manera que resolví cambiarlos. ¡Total…! ¡Y así me quedaba más tranquilo!
Buscamos un hueco en el calendario, y acordamos este miércoles, pero, como no le fue posible porque le surgió lo que fuera, el azar quiso que el viernes de la semana pasada por la tarde fuese el momento adecuado y yo me acercase al taller, donde ya hacía un par de años que no acudía, en tanto las pocas cosillas que surgieron fue el mecánico quien se llevó y me trajo el vehículo revisado a la misma puerta de casa, sin tener yo que preocuparme de nada; y es que Domingo, a quien llevaré su buena docena años de edad, es un gran profesional, quiero decir alguien que se conoce y ama mucho su oficio.
Me citó a las cuatro de la tarde, y a menos diez ya estaba yo estacionado junto al taller, tras haber cubierto el agradable trayecto de nuestra comarca. Fue puntual.
Entramos al taller y lo primero que hizo fue poner la radio muy bajito, en un hilo, se entretuvo unos minutos en ultimar un Mercedes, que estaba en el elevador, lo sacó de este marcha atrás y desapareció por la holgada puerta del fondo para volverlo a ver aparecer al momento por la parte delantera del taller, cuando ya aparcaba aquella bestia junto a mi humilde Ford, y entonces yo comprendí la secuencia de sus movimientos. Se subió a mi coche y lo trajo al elevador. ¡Qué manejos no tendría a los volantes, con cuántos autos ha conducido! ¡Daba gusto ver cómo desenvueltamente disponía con el pie las patas del elevador y las llevaba al punto exacto de anclaje del Focus, cómo subía el coche hasta la altura que le era más cómoda!
Tomó unos alicates de puntas curvadas, quitó con él la tapa del embellecedor de las ruedas y luego con un maquinillo neumático fue aflojando como si nada los tornillos, que dejó a mano sobre el brazo del elevador. Desanclar la rueda le costó tres o cuatro empellones, pero al final cedió y Domingo se hizo con ella, dejándola que diese un pequeño y deportivo bote en el suelo, entonces acercó una carretilla en la que entre tanta cosa (ya os contaré) yo no había reparado y dejó la rueda encima, y luego repitió la operación con las tres ruedas restantes, apilándolas una tras otra, que me advirtió que se llevaba a otra zona del taller que está vedada a los clientes.
–Te puedes quedar aquí mientras cambio los neumáticos o salir al patio a fumar –me dijo.
–¡Oh, gracias, pero no te preocupes por mí! He traído lectura –respondí.
Entonces, una vez que me quedé solo en aquella especie de hangar, reparé en la desmesurada cantidad de piezas, enseres, útiles, cachivaches y desechos mecánicos, entre los que se destaca una colección de Vespas y algunos autos del año catapum, todos cubiertos de una gruesa capa de polvo que, mota a mota, los años fueron depositando, bien por los suelos como en las robustas estanterías. ¡Había de todo allí!
Entonces fue cuando la vi, allí detrás de un deportivo 124 azul turquesa, igual que aquel en el que tuvo su mortal accidente Nino Bravo, según me comentaría el hermano de Domingo en un momento en que entró en el hangar a por un gato y unas llaves. Vi mi vieja amasadora Balart de 1957, que Domingo me retiró hacía lo menos treinta años cuando la reemplacé por otra más moderna pero del mismo sistema de rodillos helicoidales, y fue como si me diesen una colleja de atención en la nuca.
–¡Recórcholis! –exclamé estupefacto.
Me acerqué, más que a verla, a recabar cuantos recuerdos me brindasen sus detalles, que yo me sabía de pe a pa, de cuantísimo habíamos trabajado con ella mis padres y yo. Toda cubierta de polvo, no parecía la misma sino su momia o su fósil.
El instinto, la magia del imprevisto reencuentro y, sí, un trasnochado sentimiento de propiedad quisieron que estampase con el índice de mi mano derecha mi rúbrica en el fondo de su generosa artesa, una firma sencilla y simple, pero de lo más estilizada, que allí se quedaría hasta que el paso del tiempo, cubriéndola de polvo, quisiera borrarla, porque desde luego que no pensaba decirle a Domingo palabra de mi fechoría o profanación.
Ya, en el camino de vuelta –Domingo me conoce bien y sabe que soy un figura–, se me ocurrió pensar en cómo habría reaccionado si, en vez de remitirme a firmar la amasadora, me hubiese explayado a placer, distribuyendo mi garabato por doquier; esto es, en todas y cada una de las piezas allí alojadas, creando un curioso efecto óptico similar al de una miope noche estrellada, por poner un ejemplo.
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