Dice Marco Aurelio en sus Meditaciones que la reflexión constituye en sí misma un patrimonio personal inviolable; lo cual entiendo que debe aliviarnos mucho saberlo, y más en estos circulantes tiempos de tantos cercenamientos de libertades en boga y prohibiciones por doquier, en tanto nos garantiza un ilimitado espacio propio señoreado por una absoluta libertad de pensamiento, ya que nada ni nadie puede interceder en sus privados dominios; de manera que la reflexión es un ámbito muy personal, y ya se sabe que cada persona somos un mundo.
Quiere la naturaleza que, siendo la reflexión la panacea de la libertad, se vea condicionada por la óptica de quien la sostiene; e intervienen en la óptica de cada cual sus dones y dotes, su formación, el ánimo, las intenciones y la afectación, sus creencias, la experiencia, el bagaje lingüístico y la sutileza, el estudio, la carpintería, la inteligencia, el talento y, por encima de todo, la sabiduría.
Mientras reflexionamos –y los escritores somos muy dados a ello–, no estamos del todo solos, sino que el vivo discurso que nos reúne con nosotros mismos se ofrece como una especie de intercesor puente, llave o quid respecto a la cuestión que nos preocupa o inquieta y la realidad misma.
Pero pergeñar una reflexión, como un texto, no es sencillo, y requiere de muchas atenciones, vueltas y escuelas; un poco por eso fue por lo que dije que los escritores somos muy dados a reflexionar, pues la tarea de escribir consiste fundamentalmente en reflexionar y reflexionar, para saber escoger las palabras precisas, los giros adecuados y efectuar las correcciones más idóneas.
Sin embargo –ya nos advirtió Cervantes que nada nos engaña más que nuestro propio juicio–, la reflexión admite baremos de calidad y contraste, en tanto se puede meditar con menor o mayor tino o grado de acierto, y a esta o aquella profundidad, por lo que a menudo conviene usar ciertas herramientas accesorias, como en mi particular caso viene a obrarlo la escritura; de hecho, contaré a modo de anécdota, la primera vez que me topé con un procesador de textos y conocí sus prestaciones, más que un gran recurso de la carpintería literaria, que lo es, lo consideré todo un instrumento ideal para mejor reflexionar. Así un matemático, se me ocurre, pensará mejor con una calculadora, lápiz y papel, o un jugador de ajedrez con un tablero delante, o un piloto con un simulador de vuelo, o un compositor con sus pentagramas.
Curiosamente –Marco Aurelio apela al innato Principio Rector–, toda reflexión pasa por un diálogo que sostiene el yo contingental y caduco con el abstraído yo perenne; de ahí que, amen de los conocimientos personales, el bagaje lingüístico y la pericia léxica del sujeto sean de tan capital importancia a la hora de estimar la calidad de sus reflexiones, sus luces y sus alcances.
¿Para qué se nos concedería la reflexión? ¿Con qué finalidad? ¿Para ser nosotros frente al libre albedrío? ¿Qué adelantamos los seres humanos con dicha íntima plataforma, esa especie de espejo, que tanto nos permite estar sesuda y elásticamente a solas con nosotros mismos? ¿De qué y cuánto se nos privaría si careciésemos de la reflexión?
Tal vez algún día, ya completamente planos, releguemos la reflexión a las máquinas y todos tengamos en casa una reflexionadora; al paso que va esto…
Reflexiono sobre tu reflexión acerca de la propia reflexión y cuanto más reflexiono más brillante me parece, Luis. ¡Enhorabuena!