Define no sé qué diccionario al libro de cabecera como aquel por el que se manifiesta extraordinaria preferencia y que se lee a menudo completa o parcialmente. ¡Dios mío! ¡Dilecto libro de culto; y punto!
He tenido varios a lo largo de mi vida; si bien, obedeciendo a muy distintos roles. Libros que, de uno u otro modo, siguen estando ahí, pues los libros de cabecera son de arraigo. De mis primeros años de pubertad destacaré al libro que por iniciativa de nuestra profesora de lengua y literatura me inició: Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, aquel que, aun no siendo un libro de cabecera propiamente dicho, supo ser su antesala, al mostrarle a mi mente cuanto y cuánto significaba estar leyendo y haber leído una obra literaria, y tanto en términos puramente lingüísticos como de evocación y rumia.
Los primeros años de la adolescencia, que discurrieron en la Universidad Laboral de La Coruña, me supusieron el descubrimiento del Boom hispanoamericano y la literatura más barroca, con autores como Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Mario Benedetti, etcétera, y erigiéndose Rayuela, de Julio Cortázar, como mítico libro de cabecera, y fundamentalmente en calidad de metaliteratura y rompedora escuela literaria.
De la mano de mi padre me introduje un poco en los clásicos, y me leí a Dostovievski, Tostoi, Chejov y, con especial regusto, Madame Bovary, de Flaubert. Me merendé La celestina, de Fernando de Rojas. En cambio, no soporté La regenta, y me supe vengar con Boris Vian y H. P. Lovecraft.
Sin embargo, no sería hasta unos años más tarde cuando se fraguó muy profundamente la calidad de mis verdaderos libros de cabecera, iniciándose la tripartita saga con la Carta al padre, de Franz Kafka, continuándose con El asesinato del alma, la persecución del niño en la familia autoritaria, de Morton Schatzman y Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire. Todos libros que me resultaron muy íntimos a mi alma y que introducían en la escuela literaria de Rayuela contenido e implicación muy personal.
Cervantes vendría después, largo y tendido, con toda su obra, de cuanto me deleitaba; asimismo Mateo Alemán, y de su mano, a fin de mejor conocer el castellano antiguo, el Diccionario de Autoridades, el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, de Sebastián de Covarrubias y el refranero de Correas.
También, a fuerza de muy espesos bocaditos, el atómico Borges y, de nuevo, Kafka con El proceso.
Por entonces fue por cuando comencé a escribir y me interesé mucho por la lingüística y su historia, campos que de siempre me parecieron y parecen muy fascinantes. Steven Pinker, Jiri Cerny, Ferdinand de Saussure, Jerry A. Fodor, Roman Jakobson, Noam Chomsky… entre otros.
Mi madurez se destacó por libros de índole religiosa, y así la estupenda Biblia de mi padre se llevaría la palma, y, a su son, el Tao Te King, de Lao Tse, el I King o Libro de Las Mutaciones, el Corán o los Upanishads. También curioseé distintas religiones, distintas concepciones.
Por entonces sería cuando me leí Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier, y El manantial, de Ayn Rand.
Pero no fue hasta mis treinta años, ya muy curtido en el hábito de la lectura, que no aún de la escritura, cuando recibí todo un señor pepinazo que me dejó, en el buen sentido de la expresión, tiritando, un volumen de casi novecientas páginas titulado Gödel, Escher, Bach. Un Eterno y Grácil Bucle, de Douglas R. Hofstadter, quien tardó veinte años en escribirlo y que por cuanto supo ponerme a prueba me marcó mucho. Dicho libro me descubrió el zen y muchas cosas que ahora mismo tendría que recordar, de cuan nutrido es.
Por aquella época también cayeron La Ilíada y La odisea, de Homero, las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y Las flores del mal, de Charles Baudelaire.
Entonces me interesé poéticamente por la ciencia, de la mano de la colección Metatemas de Tusquets Editores, y también le hice un hueco a la poesía de la mano de Kavafis, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Ana Rossetti, Pedro Casariego Córdoba, Pablo Neruda, Octavio Paz y José Hierro, entre otros.
Luego me relajé mucho y me di a la ficción, de la que recomiendo los siguientes títulos: El curioso incidente del perro a media noche, de Mark Haddon, El cromosoma Calcuta, de Amitav Ghosh, Seda, de Alessandro Baricco, y Un lugar tan hermoso, de Fabrizio Rondolino.
También por aquel tiempo me cepillé una generosa Antología del cuento norteamericano que me deleitó lo suyo y, entre otros, también A sangre fría de Truman Capote, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, Babbitt, de Lewis Sinclair, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, Suave es la noche y El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Cuentos de Edgar Allan Poe, de Nathaniel Hawthorne y Katherine Anne Porter.
Tampoco se libraron de mi curiosidad Charles Bukowsky, Henry Miller, Walt Withman, John Keats e William Gibson.
Pero me llegó el turno a mí, y, como soplar y sorber, todo junto no puede ser, me deslindé un poco de la lectura para centrarme a raudales en mi escritura, dando a luz una generosa producción.
Entonces, mi lector de libros electrónicos lo quiso así, me llegaron dos magníficas novelas de muy distintas latitudes: Ingenieros del alma, de Frank Westerman y Ahora y siempre, de Jack Finney.
Ya en mi senectud me he deleito lo mío con La rebelión de Atlas, de Ayn Rand y, muy especialmente, con Dante, de quien me quedo con Convivio y La vida nueva, amen de con La Divina comedia. También me he devorado con deleite Las mil y una noches y El collar de la paloma, obra ésta última de Ibn Hazm de Córdoba.
Me ha gustado mucho El juego del Ángel, de Carlos Ruiz Zafón.
Como ven, todo un batiburrillo o cacao que mi mente ha conocido y disfrutado, y también yo.
Desde luego que faltan muchísimos nombres que bien se merecerían mi tiempo y mi atención, mas uno no es Dios ni tiene siete vidas como un gato, que si no…
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