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El Café Literario: el aroma de las letras»

¿A quién no le agrada una tarde de charla en buena compañía, tomando un café calentito para sobrellevar el frío? ¿O reunirse con los amigos una tarde de verano, al aire libre, entre risas y conversaciones hasta bien entrada la noche? 

Y es que somos mucho de tertulias, esas reuniones informales y periódicas de gente interesada en un tema. Tertulias literarias, teatrales, políticas, etc. que alimentan el intelecto, la cultura y son una buena alternativa de socialización. 

Suelen convocarse en locales públicos, como los llamados “Cafés”, de ahí el conocido «Café Literario». 

¿Y qué sería de una ciudad sin sus “Cafés”? 

¿Qué sería de Madrid sin sus “Cafés”? 

Así, vemos a un jovencísimo Pérez Galdós formar parte de las tertulias y los cafés madrileños y que retrataría en su famosa novela,  «Fortunata y Jacinta“. 

«De ocho a diez estaba el café completamente lleno, y los alientos, el vapor y el humo hacían un potaje atmosférico que indigestaba los pulmones (…) Poco después empezaba a clarear la concurrencia; algunos se iban, y las peñas de estudiantes se disolvían (…) A las doce vuelve a animarse el local con la gente que regresa del teatro y que tiene costumbre de tomar chocolate o de cenar antes de irse a la cama. Después de la una solo quedan los enviciados con la conversación, los adheridos al diván o a las sillas por una especie de solidificación calcárea, las verdaderas ostras del café» .

En el «Café del Gallo», muy frecuentado por Galdós, pudo inspirarse para la creación de muchos de sus personajes, mientras observaba a su clientela y escuchaba sus conversaciones. 

En el «Café Universal», en la puerta del Sol, Galdós se reunía con algunos paisanos en la llamada «tertulia de los canarios»

En el «Café de la Iberia”, en la Carrera de San Jerónimo, en el “Café de Fornos», en el «Café del Gato Negro» y en el «Café del Prado», artistas tan variopintos como Bécquer, Valle-Inclán, Machado, Lorca o Ramón y Cajal, han formado parte de la historia de España. 

A partir de la Guerra Civil, el número de cafés y tertulias desciende vertiginosamente, hasta quedar sólo unos pocos.

En 1888 abre sus puertas el emblemático «Café Gijón», situado en el Paseo de Recoletos, es uno de los pocos cafés de tertulia que sobreviven en el Madrid del siglo XXI. Recuerdo la primera vez que estuve allí:

 Era una mañana fría de invierno, en el mes de enero, uno de esos días en el que el sol luce en todo su esplendor pero no calienta. Las aceras estaban cubiertas por un manto de escarcha y el frío calaba hasta el punto de no sentir ni las manos ni los pies. Los domingos a primera hora no suele haber mucha gente así que, era todo un lujo pasear por el centro de la ciudad sin las aglomeraciones de tráfico ni de los transeúntes corriendo de acá para alla. Me paré delante del establecimiento con la intención de tomar algo caliente que me reanimara y que me devolviera el sentido del tacto en las manos. Me encontré ante una fachada cubierta de mármol y madera, con tres grandes ventanales vestidos con cortinas rojas y recogidas a los lados. A través del cristal se veía parte del interior. Era como estar viendo una función de teatro, con su telón y sus personajes adheridos a un escenario, y yo, su público.

Entré. El interior era acogedor. Las paredes revestidas de madera estaban adornadas con fotografías e imágenes que contaban una historia de más de cien años de existencia, la historia del arte, la historia de una época en la que las reuniones y conspiraciones eran el reflejo de una sociedad. Las mesas de mármol y los asientos rojos, y el suelo formando cuadros a modo de ajedrez le daban un aspecto mitad elegante, mitad bohemio.

Enseguida el calor del interior empezó a hacer efecto. Me senté en una mesa y pedí un chocolate caliente con una tostada. El aroma que despedía y la temperatura me fueron calmando.

Desde el interior, el exterior parecía distinto. Era como estar asomada a la ventanilla de un tren, viendo el paisaje pasar mientras en el interior permanece la calma. Mi imaginación se disparó.

Saqué un cuaderno (no se sabe cuándo y dónde va a aparecer la inspiración) para no perderme ni un solo detalle de aquellas sensaciones y comencé a deleitarme en el interior de sus hojas en blanco. El olor, el sabor, la vista… mis sentidos estaban extasiados por tantos estímulos.

Me dediqué a observar y a dejarme llevar. Sólo dos de las mesas estaban ocupadas: en una de ellas, una pareja degustaba su desayuno con cara de sueño y en la otra, tres mujeres hacían lo mismo. Pensé en la cantidad de gente que habría transcurrido por años en todos esos años, la cantidad de secretos, la cantidad de personas que habrían coincidido allí en algún momento de sus vidas, sin conocer de nada.

Pues ahí estaba yo, con mi taza de chocolate caliente y mi tostada, dejándome impregnar de toda una época, cuando entró un hombre al café. Tendría unos ochenta años, pelo blanco y un poco encorvado sobre un bastón que le ayudaba a caminar. Vestía sobrero y un abrigo de color marengo. Su porte era elegante y señorial. Se aproximó a la barra y pidió un café con leche y una tostada con aceite y tomate y se dirigió a una de las mesas, donde esperó a que le trajeran su desayuno. Al pasar por mi lado, el hombre se detuvo:

—Se le ha caído esto, joven —me dijo señalando una hoja de papel tirada en el suelo—. Perdóneme que no pueda cogerla, pero ya no estoy para hacer mucho esfuerzos.

Le di las gracias por su amabilidad diciéndole que no de preocupara. Me fijé más de cerca en su aspecto. Una cicatriz le cruzaba el lado izquierdo de la cara, desde el ojo hasta la barbilla. Al ver el cuaderno sobre la mesa, sonrió.

—Mucho mejor en una servilleta —me dijo, y sin más, se dirigió a su mesa donde sacó un pequeño libro. Por la portada pude ver que era de Neruda. Sobre una servilleta estuvo escribiendo hasta que llegó el camarero. Tomó su desayuno y se marchó, pero antes, se acercó a mi mesa y, sin pronunciar palabra, dejó encima una servilleta de papel impregnada en tinta. Luego, sin más se marchó.

“Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”.

Luego descubrí que el texto era de Pablo Neruda.

Un aire de ingenio entre algo más que una charla literaria entre las paredes, el olor y  el humo de los cafés, un lugar para dar rienda suelta a las palabras, al lenguaje y a la cultura, a la libertad y al arte. 

Un recuerdo  bohemio con leche y extra de nostalgia, allí donde las palabras cuentan una historia, allí donde las historias cobran vida.

Hasta la próxima.

Sofía Robles Contributor

One Comment

  1. Germán Vega Ramos Germán Vega Ramos 21 noviembre, 2020

    ¡Excelente artículo, Sofía! Me ha hecho seguirte al interior de ese Café y verte, a la distancia de una mesa o dos, escribir esta preciosa columna. ¡Bravo!

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