En el principio era ya el Verbo,
y el Verbo estaba con Dios,
y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio con Dios.
Evangelio según San Juan
El Verbo, el uso de La Palabra, con todas sus prodigiosas potencialidades, es lo que más nos distingue como especie única el cosmos. ¿Cómo aprendemos a hablar? ¿Cómo adquiere la mente, o se despierta en ella, la habilidad de manejar idiomas heredados? ¡Nadie lo sabe! El lenguaje se ofrece como un hábil organizador del cerebro humano; sin él, seríamos muy parcos e indefensos animales; con él, somos seres infinitamente mágicos y profundos, y de lo más misteriosos.
(En este punto, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, recuerdo la anécdota de una Inteligencia Artificial que fue desconectada por haber desarrollado un ininteligible lenguaje propio, y que no creo que tuviese nada de divino precisamente.)
Las propiedades del lenguage verbal son prodigiosas para nuestra mente; en virtud de tales podemos sostener en ella una especie de «discursivo universo teórico paralelo y de lo más creíble» tejido con las maravillosas posibilidades de las palabras; tanto tantísimo que a menudo se nos ofrecen ser la realidad misma; cuando no es del todo verdad.
Ahí, en esa íntima, poderosa y de lo más fascinante comunión Verbo-mente humana, es donde entra en juego y se realiza por todas la magia de La Literatura, la poesía por excelencia del lenguaje humano, y es inevitable que así suceda, en tanto nuestros intelectos aman la belleza y la sabiduría por sobre todas las cosas.
Nadie sabe cómo aprendemos a hablar. Ciertamente, bebemos simpáticamente de las ejemplares escuelas de nuestros allegados prójimos, amen de las probadas componentes evolutivo-hereditarias que pudieren concurrir, pero se ignoran por completo los intrincados procesos cerebrales que genera el lenguaje; palabra y mente, como un machihembrado mecanismo o una aleación, están hechas la una para la otra; todo es cuestión de que mutuamente se vayan conociendo más y más. Por ello, concibo mi responsabilidad y culto, como literato, como una especie de misión humanitaria en toda regla; la empresa de alcanzar propuestas que sepan homenajear y rendirle sus debidos honores a dicho Divino Legado desde el tiempo y la condición que me han tocado.
El escultor anhela La Forma en la piedra; el pintor, en sus lienzos; el compositor, en sus pentagramas; los tres obran en silencio, y sus motivos se expresan. Los literatos, en cambio, operamos con palabras, los elementos más poderosos con que nuestra especie cuenta. Creamos arte con ellas, arte con mayúsculas. No en vano, decía Gabriel García Márquez que «el deber revolucionario de un escritor es escribir bien».
Las palabras obran sus milagros, y tanto a nivel personal como colectivo, y resultan tan curiosas sus evoluciones como, sí, sus involuciones, pues de todo hay en botica; regeneraciones, estancamientos y degeneraciones. A mí, que desde siempre he invertido lo mío en cultivar y culturizar mi mente, y encima ejerzo la profesión de literato, tras haber sido maestro panadero durante casi toda mi vida, las palabras me ayudan a vivir sobremanera (y eso que no soy políglota, que si no…). Comprendo y me parece de lo más maravilloso que cada cual también tenga sus propios libros, bien escritos o… por escribirse y, como se dice, cada Autor es hijo de su arcilla y su tiempo, así como de su mente y su bagaje lingüístico, su corazón y su espíritu.
Si entiendo divino el legado verbal, también el cerebro humano como su sede operativa lo es. El Verbo es un Legado Divino, y el ser humano, Creación Divina.
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