Cada 24 de diciembre, después de pasar la tarde en compañía de amigos, me dispongo a disfrutar en familia de la cena de Noche Buena. Pero este año ha sido especial.
Sobre las ocho de la tarde iba de camino a casa de mis padres portando una bolsa con una caja de suculentos langostinos, un par de botellas de vino gran reserva y varios dulces típicos navideños. Pesaba bastante, por lo que preferí ir por un atajo, aunque tenía que pasar por algunas callejuelas que se tornaron algo tenebrosas a causa de la tempestad que se estaba generando. Yo era la única persona que circulaba por una de ellas cuando comenzó a llover con fuerza, lo que produjo un apagón generalizado. Misteriosamente, al final de la calle, una pequeña casita conservaba la tenue luz de una vieja farola colocada sobre su puerta. La lluvia caía sin compasión y corrí para refugiarme en su porche.
Sin darme cuenta, apoyé mi espalda sobre el timbre y éste sonó contundente en el interior. Enseguida alguien abrió la puerta y, al verme desamparada bajo el aguacero, me invitó a entrar. Me sentí avergonzada, pero acepté porque estaba empapada y tenía mucho frío.
Los habitantes eran una pareja joven de inmigrantes con un bebé que debía de tener días. La escasa iluminación, procedente de un par de velas, me permitió ver que la mujer le estaba dando el pecho al lado de una estufa de butano, pero no como las modernas que venden hoy en día, sino como la que tenía mi abuela hace más de treinta años.
Me sorprendió que la madre se levantara para cederme su sitio junto a la única fuente de calor que tenían. Por supuesto, me negué con rotundidad y, entonces, el hombre me ofreció un plato caliente de sopa de la que acababa de preparar para cenar. Acepté tan solo un par de cucharadas para no quedar mal, pues me di cuenta de que era su única cena. Tan solo disponían como extra de un trozo de pan que el hombre entregó a la mujer, en vistas de que ella era la que tenía que alimentar al recién nacido.
Les pregunté por su procedencia y me narraron la odisea por la que habían tenido que pasar para llegar hasta aquí. Primero en una patera cruzando el mar —ella con un embarazo muy avanzado— y después ocultos entre la carga de un camión hasta que llegaron a esta ciudad. Consiguieron permiso para poder cobijarse en esa casa, donde su hijo había llegado a este mundo esa misma mañana.
Al observar al niño sentí una gran necesidad de acunarlo. La mujer debió de advertir mi deseo en mis ojos y me lo colocó entre los brazos, rebozado en una manta bastante desgastada. El pequeño dormía plácidamente, una vez saciada su hambre. Me permití darle un suave beso en una de sus mejillas; en ese mismo instante, el aguacero cesó y regresó la luz.
Les dejé la bolsa con todo lo que llevaba y el dinero que tenía en mi cartera. Sin entretenerme más, me fui de aquel hogar con una gran turbación.
El día de Navidad fui a visitarles para llevarles algo de comida y ropa, pero no había nadie. Pregunté a los vecinos y me comentaron que esa casa llevaba unos años deshabitada. Además, me percaté de que la única farola que quedó encendida durante la tormenta no tenía bombilla.
Cuando ya me disponía a marcharme, una anciana, que caminaba con dificultad, me pidió ayuda para cruzar la calle. Se sujetó con firmeza en mi brazo y, durante el corto trayecto del paso de peatones, me dijo unas palabras que nunca olvidaré:
—No es mejor la luz que más brilla. En los peores momentos, siempre permanecerá iluminada la que ha de seguir el corazón. Junto a ella encontrarás la verdadera felicidad.
http://anabelenarbues.blogspot.com
¡Una preciosidad de relato! Aplaudo su sencillez, su calor, su brevedad y también su moraleja. Me ha emocionado y trasladado perfectamente a los lugares de los hechos y las pieles de sus protagonistas. ¡Bravo, Ana Belén!
Gracias, Luis. Hay veces en que con pocas palabras se puede decir mucho 🙂
¡Felicidades Ana Belén! Me ha gustado mucho como lo escribes y como me ha llegado su mensaje!
Gracias, María José.