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Cantar las cuarenta

Si hay algo complejo para alguien que está aprendiendo un idioma son las expresiones hechas. Incluso para alguien que ya tiene cierta soltura puede resultar un tanto desconcertante. Nunca me había parado a pensar en la cantidad de expresiones de este tipo que utilizamos los españoles y que pueden dejar fuera de juego a nuestro interlocutor. Aquí, la literalidad parece no estar unida al contexto y pueden  provocar situaciones de lo más divertidas; hasta pudiera parecer que hablamos con un lenguaje secreto, ¿os imagináis?

Aunque los jóvenes van desechando frases antiguas y se van creando las suyas propias, todo aquel que oiga la expresión «cantar las cuarenta» sabe que nada bueno se avecina y que le espera una bronca monumental.

Si nos ceñimos a la literalidad, «cantar las cuarenta» significaría contar hasta cuarenta cantando, o bien algún juego, como en el bingo, que se “canta bingo”, pero en este caso nadie “te canta bingo”. Pero nada que ver con la realidad; si alguien te dice: “ven, que te canto las cuarenta“, no creas en absoluto que es que te quiere deleitar con su hermosa voz, es que te va a «echar la bronca», te va a «cantar la gallina», a «ponerte las pilas», una reprimenda, vaya. Pues bien, que «me voy por los cerros de Úbeda», este dicho tiene su origen en las partidas de tute, tan populares en nuestro país. Quien tiene la suerte de llevar entre sus cartas el caballo y el rey del palo que hace de triunfo (la pinta) se apunta cuarenta tantos (40 puntos), mientras lo dice en voz alta para que el resto de jugadores le escuchen alto y claro, al mismo tiempo que la efusividad y entusiasmo del momento hacen que lo haga dando un golpe en la mesa. De aquí viene la expresión.

“Cantar” significa “decir en voz alta”. Que algún jugador “cante las cuarenta” le hace estar más cerca de la victoria, mientras que al resto, más lejos, y aquí comienza nuestra historia.

La primera vez que escuché esta frase fue en el Parque del Retiro, aquí en Madrid.

Como cada verano, pasaba las vacaciones con mis abuelos, tardes enteras paseando por este parque, buscando combatir el calor asfixiante entre la sombra de los árboles. Era una costumbre el quedar para  pasar un rato con los vecinos o con los asiduos visitantes de la zona. Así que, puedo decir que he crecido rodeada de petanca, corrillos de tertulianos y juegos de mesa, entre ellos las partidas de cartas, (aunque reconozco que yo solo sé jugar al chichón, a la brisca y al cinquillo… y bastante mal, por cierto. Lo mío es el parchís).  

Era muy complicado que los grupos de jugadores fuesen siempre los mismos, pero recuerdo a uno de ellos con total claridad. Llevaba siempre una bolsa llena de pan duro para dar de comer a los patos, a las palomas y a los gorriones; siempre me daba un pedazo para que yo también pudiera darles de comer. Me encantaba ese momento. Era echar el pan en el suelo y, en cuestión de segundos, acudían las palomas y los gorriones. Cuando terminaba, Pepe se sentaba a jugar en alguna de las mesas.

No era un gran jugador, casi nunca ganaba y, por eso, los demás compañeros de mesa siempre le “chinchaban”. Él nunca se encaró con nadie, ni se enfadaba, ni siquiera una palabra más alta que otra, sólo se limitaba a encogerse de hombros y a seguirles la corriente con amabilidad. Pepe era una de esa personas bonachonas que no sabía ver las malas intenciones de aquellos que no lo son. Cuando el juego terminaba y se retiraba el perdedor dejando su puesto a un nuevo jugador, siempre era el primero en abandonar. Al pasar por mi lado me resolvía el pelo, sacaba del bolsillo unos caramelos de menta y me los daba. Yo le veía alejarse, con la espalda encorvada por la edad, o quizás por la derrota, hasta perderse entre la gente.

Un día no quise ir a ver cómo jugaban. Me senté en silencio en un banco del parque, junto a mi abuela y otros amigos. Mi abuelo insistió en que fuese, pero me negué y no consiguió hacerme cambiar de opinión. Se marchó sabiendo que algo me ocurría y, cuando regresó, se sentó a mi lado.

—¿No quieres saber quién ha ganado? —me dijo.

—Me da igual, seguro que Pepe no ha sido—seguí leyendo el libro que tenía, intentando que pareciera que me daba igual.

—Pepe ha preguntado por ti, y me ha dado esto —me mostró un puñado de caramelos de menta y se levantó.

—Abuelo, ¿por qué la gente se ríe de Pepe?

Mi abuelo se sentó de nuevo a mi lado, muy serio.

—Yo no me río de él, ni tú tampoco—me dijo.

—Pero no me refiero a nosotros, abuelo. Son los demás, los que se supone que son sus amigos. Y lo peor es que él no dice nada, ni se defiende.

—Entiendo… ¿y qué quieres hacer?

—Me gustaría que alguna vez ganase…

—Eso tiene fácil solución—mi abuelo tramaba algo—.¿Qué te parece si mañana le decimos a Pepe que juegue con nosotros?

—¿De verdad, abuelo? Eso estaría genial—estaba tan emocionada que aquella noche me costó dormirme.

Al día siguiente jugamos los tres y Pepe cantó tantas veces las cuarenta, que perdimos la cuenta. Nos divertimos muchísimo. Nunca lo confesamos ni hablamos de ello, pero ambos, mi abuelo y yo, pusimos todo nuestro empeño en que Pepe se sintiera especial por un día.

… Allí donde las palabras cuentan una historia, donde las historias cobran vida.

Hasta la próxima.

 

Sofía Robles Contributor

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