Fue al doblar una esquina de la Ciudad Esmeralda cuando el camino, de pronto, se tornó polvoriento. Las baldosas devinieron tierra apisonada por los pies de “Brahamanes y chamares, banqueros y rateros, barberos y banianos, peregrinos y alfareros: todo el mundo en un ir y venir” bajo el cielo inmóvil y profundo de la India.
Tengo el vago recuerdo de haber hollado antes el sendero, la certeza de que, pese a todo, no he perdido el rastro de los libros amarillos, aunque el hombre de hojalata, el león y el espantapájaros queden atrás, en el rutilante centro de Oz.
Diviso la figura digna en su humildad del lama, e identifico al muchacho que le acompaña y que le atiende: conozco su nombre, y por él lo llamo, y Kim me sonríe con los labios y con los ojos, esos ojos que el camino mismo ha limpiado de vanidades y apariencias, esos ojos que el lama le ha abierto a los secretos del mundo y de la vida.
-Sí, yo soy Kim de la India – se reafirma, proclamando feliz que ya no es el inglés ni el blanco, que ahora pertenece a la India y que la India es ese anciano que avanza por el camino.
El lama murmura algo para sí: “¿Dónde se encuentra ese río? Oh, Fuente de Sabiduría.”
Qué grato acompañar a Kim y al anciano. No debe haber muchas amistades más bellas, más puras que ésta alumbrada por Kipling en el horizonte de una India que dejaba de ser, o que empezaba a ser otra cosa.
Nos detenemos no muy lejos de donde la copa de una mahua ofrece su sombra a los peregrinos. El sacerdote se despide de su amigo: “Niño, he vivido de tu fuerza como un viejo árbol vive de la cal de un nuevo muro”, le dice.
Inmóvil junto al muchacho contemplo al lama que se aleja, al bienaventurado que al fin ha encontrado el río sagrado que sólo él es capaz de ver, y en cuyas aguas se adentra.
Kim, con una mirada en la que reconozco la mirada de su maestro, me señala la mahua como si fuera ése el viejo árbol invocado por el lama. Hay una abertura en su tronco inabarcable, a la cual me asomo. Exploro confiado la oquedad de la madera. Entiendo. Mi camino, el camino de libros amarillos, continúa…
¡Bravo, Paco!
¡¡Gracias, colega!!