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La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come.

La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come.

FRANCISO DE QUEVEDO, escritor español.

Según las enseñanzas morales del cristianismo, la envidia forma parte de los siete pecados capitales que, tal y como decía Tomás de Aquino, no son capitales por ser los más importantes, sino por constituir la fuente del resto de pecados. La envidia tienta al envidioso a obtener lo que tiene el otro sin detenerse a pensar si es merecedor de ello o no, ni siquiera si le conviene o no. No cesará en su empeño de lograrlo, porque es lo que le pide el cuerpo, lo que necesita o cree que necesita. Y hará cuanto esté en su mano para conseguirlo.

       El envidioso se entristece del bien ajeno; y esa tristeza produce un resquemor, una desazón y un malestar tales que llevan al individuo a alegrarse del mal ajeno, cerrando de este modo su penoso círculo: entristecerse ante el bien y alegrarse por el mal.

       Tiende el envidioso, además, a engordar el objeto de su envidia, de manera que, como decía Ovidio, en los campos ajenos la cosecha siempre es más abundante. Pensemos en las redes sociales. Cuánta envidia podemos generar simplemente por compartir un éxito que nos ha costado mucho trabajo conseguir o la felicidad como estado de ánimo. Pocos conocen realmente cómo es nuestra vida y la simple apariencia despierta la envidia con suma facilidad.

       A la postre, la envidia no deja de ser el recurso de los más débiles, del que mira siempre el huerto del vecino y se lamenta de no tener aquello que tiene el otro, en vez de centrarse en sus asuntos, luchar por conseguir sus objetivos y mirarse en su propio espejo.

       La envidia obligará al envidioso a menospreciarlo todo en público y desearlo en la intimidad, a no descansar, reconcomido por el feroz deseo de eliminar la causa que le produce ese insano sentimiento, bien consiguiendo lo que envidia, bien destruyéndolo en el otro. Es el perro del hortelano, que ni come ni deja comer, y que se muestra, como en la cita de Quevedo, flaca y amarilla.

       El psicólogo Leon Festinger formuló la teoría de la disonancia cognitiva que puede resumirse como la necesidad del individuo de mantener una coherencia interna entre sus creencias, actitudes y conductas. La incoherencia entre estos elementos produce en la persona una sensación de malestar que solo puede ser calmada con el autoengaño. Nos decimos a nosotros mismos que nos merecemos lo que tiene el otro o, en el peor de los casos, que el otro no merece lo que tiene, y menoscabamos el esfuerzo y el mérito ajeno, restando importancia al modo en que los demás se han hecho con ese bien que deseamos para nosotros.

       ¿Y qué hay de la envidia sana? La envidia sana es una especie de eufemismo con el que referirse a la envidia que no se alegra del mal ajeno, pero que desea el bien que el otro posee. La línea que separa ambos extremos es tan delgada que es peligroso hablar de envidia sana; «envidia» y «sana» son palabras antagónicas, es una contradicción.

       La envidia está mal vista hasta para los envidiosos, que tratan de disfrazarla de todas las maneras posibles: de sarcasmo, de espíritu competitivo, de interés solidario para inmiscuirse en la vida del otro… Pero siempre con el objetivo de dañar al prójimo al que se envidia.

       Y como contrapunto, la caridad. El generoso, el desprendido, el desinteresado está en las antípodas del envidioso. Pero son estas unas cualidades que necesitan también de un equilibrio psicológico, de un sano estado mental que haga posible sentir y expresar esos sentimientos. No hay envidia en el desarrollo personal, porque cada persona es única. No hay envidia en aquel que vive intentando ser mejor persona cada día. Buscando dentro, creciendo desde dentro.

       Siguiendo a Erich Fromm, debemos poner nuestros sentidos en ser y no en tener, porque somos más de lo que tenemos o de lo que hacemos. Por eso, algunos consejos prácticos para librarnos de un sentimiento tan negativo como la envidia podrían ser poner la atención en nosotros mismos, en lo que valemos, en lo que somos capaces de hacer y de dar; valorar nuestro esfuerzo y nuestros logros, pero sin exigirnos demasiado; aprender a aceptarnos con nuestros defectos y nuestras virtudes y admirar las virtudes y logros de los demás, viendo en ellos un ejemplo y no un motivo de malestar.

       Como todo lo que enriquece el alma, el proceso es lento y costoso. Siente uno «envidia sana» de la gente que ya lo ha conseguido. ¿O no deberíamos?

Germán Vega Contributor
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