El desordenado, ido y caprichoso reino de las musarañas, ¿quién no lo sabe?, es plácido, neutral y confortable, donde las evanescencias se suceden a medida en que uno se ofrece, sin querer, como su despistado y absorto espectador; porque las musarañas penden, en su aséptico equilibrio, tanto de fuera de uno como de dentro, y son como son. ¿Quién no las conoce?
Ahí estaba nuestro protagonista, medio grogui, mirando las musarañas, obnubilado, ajeno al mundo, mas en perfecta sincronía con el mismo, conforme, a gusto y lleno de paz, que no aburrido ni desabrido o afectado o del todo dejado de la mano de Dios. Tratar de averigüar en qué consistían en concreto sus musarañas implicaría desvirtuar el cuerpo y la esencia de las mismas, porque las musarañas son etéreas y tan insubstanciales que suelen ser de lo más inextricables. El cómo llegó a contemplarlas es casi imposible de precisarse, y se ofrece como un itinerario tan sútil y desdibujado que la reflexiva memoria no lo alcanza, pues entretanto el esfumado tiempo, en punto muerto, ni corría ni contaba.
La música incluso desaparecía del paraguas de las musarañas, la misma abstración, la consciencia e incluso el mundo. Una especie de automatizado sonambulismo guiaba sus ausentes pasos y movimientos. Nada perturbaba a las musarañas, nada. Parecía todo un orquestado complot.
Sin embargo, a nuestro protagonista, no pregunten cómo, se le fue el santo al cielo y nada se le puede rogar, estaba como desconectado o en suspenso, como dormido despierto, y no por ello, aunque fuese una especie de zombi, era menos él.
El caso es que se quedó fijo en la esfera del averiado reloj que marca constantemente las dos menos cuarto y terminó perdiéndose en la misma como por efecto de un vapor. ¿Qué tendría de particular el reloj, fuera de sus aires domésticos? ¿Por qué las musarañas anidaron en él? También influyó en su inclinación cierto abandono al descuido, por su parte, y que tuviera puesta muy baja la relajante música clásica.
Su mascota, que no era ninguna vaca, tampoco dijo ni mu, con lo que también el comportamiento del animal contribuyó, así como que nadie llamase a la puerta o los teléfonos se guardasen mutis.
No tenía urgencias que resolver, además era domingo por la tarde; día ideal.
Miraba y miraba las musarañas, como debe ser, dejándose llevar y sin encontrarles ningún particular, fuera del propio gusto de otearlas distraída y concienzudamente, como si, sin ningún estorbo, no fuesen de verdad ni de mentira.
¡Qué bien se estaba mirando las invisibles musarañas! ¡Qué bien en Babia! Todo p’allá, sin rendir cuentas a nada ni a nadie, por completo a su bola, sumido en un subyacente estado de flujo, sin padre ni madre ni perro que le ladrare.
Ni siquiera la inoportuna apetencia de un cigarrillo le sacó de su substraída irrealidad cuando quiso volver en sí, sino que arribó de plano en sus cabales cuando, tras buscárselo instintivamente en los bolsillos, recordó que no tenía mechero, y ya, de paso, se puso de súbito relieve el caudal de asuntos y asuntos que concernían a su mortal actualidad.
¡Oh, amables musarañas, qué agradable y refrescante fue vuestra discreta compañía! ¡Cuidaos mucho! ¡Nos vemos en el siguiente lapso!
Posdata: Buena verdad es –y lo digo por mí y la redacción del presente artículo– la de que cuando el diablo no tiene qué hacer mata moscas con el rabo.
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