Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más,
ni tan mozo que hoy no pudiese morir.
FERNANDO DE ROJAS, escritor español.
No recuerdo cómo había decido empezar a escribir esta columna, pero debes perdonar mi mala memoria. Y es que, como dice Pablo Milanés en una de sus canciones, el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos.
Con los años llegan los achaques. El cuerpo, como si de una máquina se tratara, acusa el desgaste de algunas piezas y el mal funcionamiento de otras; aparece la presbicia y desaparece el pelo o, en el mejor de los casos, este cambia de lugar y pasa de la pantorrilla al interior de la oreja, como asegura el humorista Quequé en uno de sus monólogos.
La vejez no avisa. Y no lo hace porque llega poco a poco, deslizándose de manera sigilosa como una serpiente astuta y enroscándose lentamente alrededor de nuestro cuerpo. Envejecer es un proceso constante e irreversible. A algunas personas les parece lento y progresivo y para otras es rápido y traumático. Hay quien sabe hacerlo y acepta con dignidad los inevitables efectos del paso del tiempo, y hay quien se resiste con uñas y dientes y comienza una lucha sin cuartel contra el envejecimiento que, en ocasiones, lo acercan al esperpento.
Dijo Georg Christoph Lichtenberg que nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos. No sé cómo se sentiría el científico y escritor alemán una vez pasado el medio siglo, teniendo en cuenta que murió a los cincuenta y siete, pero debemos reconocer que no le faltaba razón. Las personas que se quejan constantemente de su edad suelen envejecer peor, y es que envejecer también es un proceso psicológico que debe ser acompañado de una actitud positiva.
La gerascofobia —o el miedo irracional a envejecer— puede producir una extrema ansiedad en la persona que la padece. Un miedo alimentado por todas las connotaciones negativas de hacerse mayor: empeoramiento de las condiciones físicas y psíquicas, deterioro de la propia imagen, pérdida de relevancia social, percepción de ser un estorbo, una carga, de no contar para nadie.
Pero hay otras causas psicosociales que también explican ese rechazo generalizado al envejecimiento. La juventud se asocia a la belleza y el mercado de la cosmética explota esa asociación para lanzar multitud de productos antienvejecimiento cuya publicidad promete, si no la eterna elasticidad de la piel, al menos conseguir retardar la aparición de las temidas arrugas.
La juventud también está asociada a la actividad, al disfrute de las experiencias, al deporte, a los retos, al aprendizaje; mientras que la vejez se asocia al remanso, al sosiego, al descanso y a la contemplación. Esta dicotomía lo único que consigue es ahondar en la percepción de que, al llegar a la madurez, se pierden las condiciones necesarias para estar activo, disfrutar de las experiencias, practicar deporte, aprender cosas nuevas o iniciar nuevos proyectos.
Por otro lado, a partir de cierta edad —digamos los cuarenta—, y mientras envejecemos, vamos haciendo un balance vital de lo que hemos hecho, de qué hemos conseguido, de hasta dónde hemos llegado. La sensación de no haber cumplido las expectativas —propias o ajenas— es también una razón para percibir la vejez como la materialización del propio fracaso: morir sin haber sido nadie en la vida. Es en esta peligrosa etapa cuando pueden aparecer las peores crisis existenciales que incitan al que la padece a cometer excesos y algún que otro disparate. No daré ejemplos, porque creo que todos tienen en mente a alguien que ha pasado por eso; tal vez ellos mismos.
Pero nuestra existencia no debe ser entendida como una serie de etapas, parecidas a las estaciones, que nos haga creer que después de una esperanzadora primavera y un radiante verano llegará irremediablemente la caída de las hojas en otoño y un gélido y desagradable invierno. No nos engañemos, porque en todas las etapas del ciclo vital puede haber duros inviernos, esperanzadoras primaveras y radiantes veranos. Es más, puede que ni siquiera cumplamos todas las etapas, porque la vida es incierta y nadie sabe el día ni la hora en que acabará su tiempo (sí, fue un tal Jesús de Nazaret el que nos advirtió de eso).
Llegados a este punto, la cita del autor de La Celestina cobra fuerza y la idea de que solo existe «el ahora» nos asalta nuevamente para dejarnos el mensaje implícito de que vivir es urgente.
Entonces, no debemos entender el ocaso de la vida como algo gris, sombrío y triste ya que es posible que sea durante esa etapa cuando consigamos sentirnos plenamente realizados. Al contrario, deberíamos alegrarnos de haber llegado a la recta final con la idea de que siempre nos queda algo por hacer, algo que aprender o algo que enseñar.
José Saramago, por ejemplo, confesó en una de sus entrevistas que, si hubiera muerto a los sesenta años, no habría escrito ni una sola novela que valiera la pena. Y es que su primera gran obra, Levantado del suelo,fue publicada en 1980, cuando el escritor portugués contaba ya con cincuenta y ocho años.
Por otro lado, la llegada de la vejez nos ayuda a tener perspectiva, a tomarnos las cosas de otro modo. Decía Pío Baroja que cuando uno se hace viejo, gusta más releer que leer. Reconozco que estoy de acuerdo con el escritor donostiarra en el sentido de que reflexionar sobre lo que uno ha vivido es un ejercicio que ayuda a poner en orden tu interior, aprender de la experiencia. Sin embargo, creo que uno realmente envejece cuando ha dejado de aprender, cuando ya no siente curiosidad por el mundo que le rodea, cuando deja de preguntarse a sí mismo, cuando pierde el diálogo interior. Entonces aparecen los verdaderos síntomas de la senectud: la apatía, el desinterés, el abandono, la tristeza y la melancolía. Podrías pensar que hablo de claros síntomas de la depresión, pero me estoy refiriendo al verdadero envejecimiento, aquel que ningún producto cosmético puede retrasar o disimular y que puede sobrevenirnos a cualquier edad: el envejecimiento del alma.
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