Si guardo silencio sobre un secreto será mi prisionero.
Si lo dejo escapar de mi lengua, seré su prisionero.
ARTHUR SCHOPENHAUER, filósofo alemán.
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Aunque ser chismoso está mal visto socialmente, de todos es sabido que es uno de los deportes nacionales por excelencia. Es muy cómodo hablar del otro, opinar, juzgar y condenar desde la barrera protectora del anonimato o la ausencia del que se habla. Es divertido y gratificante para muchos. Las nuevas tecnologías y la proliferación de redes sociales hacen la labor todavía más fácil y, por ende, más placentera.
Curiosamente, el chisme actúa también como elemento unificador en determinados grupos sociales. Ayuda a su cohesión y su posicionamiento frente a alguien o frente a algo. Así lo afirma el psicólogo social Gordon Allport en su libro La psicología de los rumores, que es citado en un artículo de la psicóloga Valeria Sabater publicado en lamenteesmaravillosa.com. Este es uno de los motivos por los que compartir un chisme nos ayuda a sentirnos mejor, refuerza nuestra sensación de pertenencia, satisface nuestra necesidad de estar alineados con un determinado grupo, con unas determinadas ideas.
Como todo virus, el chisme se expande con facilidad, infectando todo aquello que toca, viajando a través del aire, de boca a oído, imparable y malicioso. Tiene igualmente la capacidad de hacerse fuerte, hacerse pseudoverdad, un término con el que me permito acuñar al contenido del chisme, aunque al tratar de definirlo se contradiga a sí mismo.
La pseudoverdad viaja a través de las bocas infectadas y se alimenta de otras mentes, infectadas también, que añaden elementos que la hacen cada vez más fuerte, cada vez más verdad.
De este modo, una percepción, una mera opinión de algo o de alguien, fundamentada o no en alguna experiencia, sale de una boca infectada y llega a un oído. La suerte de la pseudoverdad dependerá entonces de la mente en el que ese oído procese la información recibida, de manera que, si la mente es inteligente, equilibrada y sobria, impedirá que el virus se reproduzca en ella y convierta su boca en nuevo emisor del chisme. Si, por el contrario, la mente a la que llega la pseudoverdad no es capaz de aplicar los filtros necesarios para detenerla, el chisme formará una opinión en dicha mente y alimentará la pseudoverdad con sus propias adiciones nacidas de su imaginación, haciéndola más fuerte, más viral.
El mecanismo es sencillo, y como la infección, lejos de ser dolorosa, resulta placentera e inofensiva tanto para los emisores como para los receptores, siempre que ninguno de ellos sea el objeto del chisme, la propagación está asegurada.
Pero ¡cuidado! Cualquiera que te cuente un chisme sobre alguien será capaz de contar un chisme sobre ti. El chisme, según George Harrison, es la radio del diablo, así que nada bueno se puede esperar de él. Un proverbio judío dice que lo que no veas con tus ojos no lo presencies con tu boca, pero, lamentablemente, no es un consejo que apliquemos con normalidad.El peligro del chisme es que ninguno estamos a salvo de él.
Otra de las propiedades del chisme es la de retratar al que lo cuenta. Habrás oído decir que lo que dice Pedro de Juan dice más de Pedro que de Juan. Y, en efecto, así es. Todo el mundo queda retratado en la foto final. Por otra parte, el chisme tiene una duración incierta, pero nunca dura más que la propia verdad, que, tarde o temprano, termina imponiéndose y colocando a cada uno en su lugar.
La cita de Schopenhauer nos augura un mal final si no somos cautos. Si el secreto está a salvo contigo, tú estás a salvo de él. Si entras en el juego, si tu lengua es ligera, te conviertes en un jugador más con todas sus consecuencias.
En una sociedad dominada por una suerte de histeria colectiva que clama por leyes de protección de datos, mantenemos ventanas abiertas al mundo virtual con todo tipo de información confidencial que puede ser utilizada en nuestra contra por esas bocas infectadas expertas en crear psuedoverdades, opinar, juzgar y condenar. Facebook, Instagram, Twitter… Todos nuestros movimientos quedan grabados, todos nuestros errores cazados. No importa que te ocultes detrás de un falso perfil que te dé la falsa seguridad de ser libre y mostrar esa parte de ti que no mostrarías en tu vida corriente y que te permite ser como realmente te gustaría ser. Incluso así, estás expuesto. Alguien se enterará de quién eres. Alguien, tal vez quien menos te gustaría o quien menos imaginas, será un seguidor en tu falso perfil y vigilará tus pasos para usar la información de manera maliciosa. O quizá tu perfil haya servido para crear chismes y dañar al prójimo, y tú, ingenuo cazador, acabes cazado con tus propias armas.
El chisme está compuesto por unas migajas de verdad y mucha calumnia. La calumnia se encarga de destruir el poquito de verdad que había en el propio chisme y así construye la pseudoverdad. Y, de este modo, el juego está listo para ser jugado, todos los días, en todos los sitios: prensa, radio, televisión, redes… Jugar es sencillo. Puede parecer divertido, pero no lo es. Es un juego adictivo que poco a poco se adueña de nuestra conducta y nos pide a diario una pequeña dosis, un poco de acción, alguien de quien hablar, algo que decir. El chisme nos hace peores personas y esclavos de los demás, pendientes de los errores del otro, del pecado del otro, de las miserias del otro, inventadas o no.
Las personas inteligentes, bondadosas, ocupadas en sus propios asuntos no tienen tiempo para chismes. No los crean, no se detienen a escucharlos y mucho menos los difunden.
Quiero terminar esta columna con otra cita célebre, esta vez de Napoleón Hill: Si debes calumniar a alguien, no lo hables, pero escríbelo; escríbelo en la arena, cerca de la orilla. Yo añadiría, además: y no te vayas de allí hasta que suba la marea.
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