Ni de noche todos los gatos son pardos, ni al que madruga Dios le ayuda. O al menos eso pensaba yo.
Sentado en la acera, con la espalda apoyada en la farola más próxima a mi portal, veía, por un lado, a un minino que cerraba los ojos en el balcón del bajo en cuanto notó los primeros rayos de sol en su cara, y por otro, a un señor, malhumorado y gritando, sin respeto al prójimo, mil juramentos en hebreo clásico de pie junto al que creo sería su coche que no paraba de emitir humo bajo el capó. Me pareció entender que llegaba tarde al trabajo o algo así, pero no me hagan mucho caso.
Admitiré que llevaba casi dos horas buscando, en cada rincón de mi ropa, el maldito manojo de llaves que deberían flanquearme el acceso a la añorada cama tras una noche “toledana” como hacía tiempo que no corría. No veía el momento de reconocer en algún bolsillo, al tacto, el escudo de mi Granada C.F. al que iba sujeta la anilla con las anheladas piezas metálicas. Toda búsqueda se me hacía más difícil por el movimiento oscilatorio y rotatorio que todo mi entorno se empeñaba en mantener, a pesar de que había pasado un tiempo prudencial desde el último gin tonic. Pero es que a ese le habían precedido unos cuantos. Y antes unas cervezas que conocía mi amigo Toni. “Y los vinos de Anabel” sonreí casi a carcajadas recordándolo, mientras era consciente que todo ese batiburrillo circulaba por mis venas aún con sus efectos secundarios.
Saludé varias veces, mano en alto, tanto al gato como al energúmeno oficinista, pero ninguno me prestó atención. Más bien servía para confirmar mi condición de “ser invisible” al que nadie se acercaría a echar una mano en su estado, y menos cuando me arranqué una vez más, pues durante la juerga practiqué de sobra, a cantar el “Soy minero” de Antonio Molina que, sin ser modesto, estaba convencido que entonaba de forma casi profesional. Lo único que conseguí fue echar al gato de su lugar de reposo y que el madrugador “averiado” me mandara callar de no muy buenas formas, a lo que yo contesté con un “yo también te quiero, gordi”, mientras le lanzaba varios besos al aire, que no fue a más al llegar en ese mismo instante el de la grúa que milagros no hará, pero calma los ánimos en su labor de socorro.
En ese instante vi hurgar en la salida del portal a Doña Frígida, beata cincuentona, soltera y de moral estricta, que sacaba a “Sultán” en su primer paseo diario. Me animé a no dejar pasar la oportunidad y arranqué a cuatro patas, de rodillas, con cierta premura y estilo canino, directo hacia la entrada del bloque.
-¡Don Vicente, por Dios! – exclamó sorprendida la señora al verme mientras su mascota, en un pispas, me olió, gruñó, me mordió en una cacha haciendo un siete en el pantalón y exteriorizando mis calzoncillos rosas, terminando la faena orinándose en mis zapatos. Durante todo esto, aguanté la reprimenda castrense de su dueña a la vez que, con una estirada digna del mejor guardameta futbolístico, aseguré con la punta de los dedos que la hoja de la cancela no volviera a cerrarse, lo cual me costó un par de uñas moradas.
Una vez dentro, la cabeza me iba a explotar con tantas sensaciones producto de la ingesta alcohólica y la tensión vivida, pero era feliz por haber pasado la primera frontera negada a mí hasta hacía unos instantes. Me concedí un descanso sobre el felpudo donde todo el mundo se restregaba las suelas de los zapatos al entrar en la vivienda, intentando ordenar de nuevo mis planes de asalto al quinto, que es donde tenía mi hogar. Nueva búsqueda infructuosa de las llaves y más recuerdos confusos que emitían en mi mente flashbacks simpáticos de la noche pasada. Me vi bailando La Bamba al cerrar los ojos un segundo, en el salón de la casa de mi amiga Sophie, francesa y cariñosa, lo cual me animó a cantar de nuevo tirado allí en el suelo.
-¡Menuda tajada! – Sentí cortar la glamurosa escena a Toribio, el portero, que hacía su entrada triunfal en el templo que le ha visto crecer desde hace ya más de 20 años -. ¿Pero se puede saber qué has bebido?
-¡Tori, Tori! – le contesté burlón -. La pregunta no es esa. La pregunta correcta es ¿qué no he bebido? – y retumbó el portal, las escaleras y vete tú a saber qué más, con las alocadas risotadas que comencé a soltar a un volumen desproporcionado mientras alargaba los brazos para intentar agarrarme a mi salvador.
El portero se vio agobiado por la escena, conocedor del rígido carácter de más de un residente y abrumado por un posible escándalo que lo salpicara de alguna forma. Me agarró por la cintura y fuertemente apretado contra él, conseguimos subir un tramo de rampa hasta el ascensor. Lo sentía rezar todo el catecismo porque no ocurriera lo que a continuación sucedió. Se abrieron las puertas del mismo y nos encontramos, frente a frente, con Don Eusebio y señora, Presidente y Primera Dama de la comunidad, que, a sus casi ochenta años, no esperaban ver el cuadro que ante sí se apreciaba: el joven distraído del quinto, oliendo a alcohol barato, sin parar de reír, abrazado al encargado de llevar las riendas del barco vecinal, a su vez con cierto tambaleo, en lo que parecía el encierro de una juerga a unas horas impropias de gente bien.
-Don Eusebio, se lo puedo explicar… – arrancó tras ellos el conserje dejándome caer cual saco de patatas en el interior del elevador y pulsando desde fuera, sin entrar él, el número cinco que haría desaparecer cualquier visión añadida que empeorara la función.
-¡Tori, eres grande! – lo despedí mientras ascendía hacia mi objetivo cantando de nuevo por Julio Iglesias. Pero, cuando las cosas no van bien, que nadie se preocupe porque pueden ir a peor. Estaba calculando cómo rodar hasta el exterior en cuanto llegase la parada en mi planta, cuando la caja transportadora se paró, parpadearon las luces, se sintieron varios chispazos eléctricos finalizando todo a oscuras y con un agudo pitido de alarma, que anunciaba la avería, apuntillando el martirio de mi cabeza -. ¡Socorro, sáquenme de aquí, soy joven para morir! – me agobié de pronto yéndome al extremo contrario de la euforia.
-¿Vicente, cariño, eres tú? – sentí al otro lado a Misericordia, mi mujer, a la que imaginé que poco de su nombre pondría en sus actos si me encontraba en ese trance. Tras responderle con un escueto “sí, estoy muy bien”, continuó -. Voy tarde al trabajo – “bendito trabajo” pensé aliviado -, pero ahora se lo digo al señor Toribio y que te rescate. Supongo que llegas cansado por la dura noche de reuniones urgentes. Te explotan y lo sabes. Eres el alma de la empresa – “y de la fiesta”, me mordí la lengua de responder ahogando una carcajada -. Bueno, descansa y luego nos vemos – y sentí sus pasos, escaleras abajo, celebrándolo como si fuera el gol de Iniesta.
Dos horas más tarde, entre los técnicos del ascensor y nuestro apreciado guardián, consiguieron acceder hasta donde me encontraba en perfecta armonía con Morfeo, emitiendo unas ráfagas de ronquidos que los tuvieron en tensión durante el salvamento por si aquello era alguna cosa más grave del motor del aparato. Casi a patadas, sin ningún miramiento, me obligó Toribio a recorrer la recta final, hasta el rellano de mi puerta, sin ceder a ningún chantaje que yo intentaba, haciéndole ver la importancia de mi voto en una futura reunión de la comunidad que decidiera su continuidad en el cargo.
-¡Acuéstese ya, buen hombre, que bastante ha dado ya que hacer! – me increpaba a la espera de que entrara en casa y poder olvidarse de mí.
De pie, vacilante aún en muchos grados alrededor, asentía a todo lo que me decía una vez que constaté que no habría posibilidad de comprar su silencio, aunque confiaba en su discreción. A pesar de tener la seguridad de que una nueva búsqueda de las llaves sería estéril, me recompuse como pude, con medio culo al aire, y varias prendas de vestir desordenadas por todo mi cuerpo, e inicié un nuevo registro general. Casi al final del mismo, acompañándolo de un silbidito familiar que reproducía la banda sonora de “El puente sobre el río Kwuai”, el cual aumentaba de volumen conforme avanzaba el tema, sin saber cómo ni por qué, extraje del bolsillo habitual de mi pantalón el anhelado juego de llaves que me permitiría entrar en casa. Con cierta destreza para mi estado general, acerté a girar la cerradura y, desfilando como los protagonistas del film mencionado, entré por fin en mi guarida, con paso marcial y silbido mantenido, ante la desesperada mirada de Toribio.
¡Ja, ja, ja, ja, ja! Aplausos, Jose. Gracias por este buen ratito. Estuvo genial, como siempre.