La escritura literaria siempre se ve precedida necesariamente de un pertinente ejercicio de reflexión (ya sea fiel, o miope, microscópica o telescópica, holística o reduccionista) orientado a encaminarla; luego, ya en el corte, y mientras se escribe, entra en juego la sinérgica convivencia entre el propio discurso –que, a su vez, nos sirve de andamio y espejo– y la reflexión (y ya se sabe que tal es un estar a solas consigo mismo), de manera que, con tantas soledades a cuestas, no me resulta extraño oír decir que el oficio de escritor es el más solitario de cuantos se dan en el mundo.
Yo, lo sé más que bien; pareces –¡ojo avizor!– una sofisticada araña hilando su telaraña.
Uno –en tanto tiene mucho que orquestar tanto mental como lingüísticamente, y, llegado el caso, tiene que pararse en sus descripciones o a resolver las acciones o en ser sus ficticios personajes y sus diálogos–, de cuanto se ve absorbido por lo que es todo un mundo, renuncia a las periféricas vivencias reales que pudieran acontecerle, en pos de otras irreales e imaginarias que captura en su cosmos, mediante su tinta, en un solitario y muy trabajado, implicado y recogido viaje de elevado estado de discernimiento y concentración; y no hay otra manera.
También lo sé más que bien; pareces más que hechizado, poseído, del todo ido, pero de lo más alineado.
Asimismo, el Autor, que, sabiéndose más que bien lo que se hace, escoge aferrarse a la provechosa aventura de crear su obra, renuncia a lo contingental cuando se entrega a su íntima industria. Él, cegado por la belleza que otea desde su inexpugnable torre de marfil, y como única fórmula o medio para poder rescatarla, solo ve trabajo y más trabajo por doquier. Tareas que en todo caso deben ser minuciosamente resueltas por él y nadie más que él. Así, el Autor es un incansable y escrupulosísimo trabajador, cuando el trabajo, lejos de todo utilitarismo, obedece a una realización personal en la que, sí, el Arte se cita con el Artista y, juntos, son.
Para un escritor, amen de una necesidad, escribir se trata de una especie de deber (que, ya de paso, digo que entiendo muy revolucionario en mi particular caso), por cuanto le es confiado. Escribiendo, se encuentra; y, en plena soledad, a caballo de su texto, es. Por todo ello, escribir, que es su savia y su vivir, es tan prioritario para un Autor, para un Autor de Primera.
A solas con la escritura, el Autor ignora por completo la noción de soledad huera, estéril y desasosegada, en tanto, de cuan entretenido se encuentra fluyendo o revoloteando, la soledad viene a ser el marco perfecto para abstraerse y rendir.
Así, los Autores, sintiéndose especialmente responsables de sus intermediaciones y haceres, saben encontrarse en la soledad, y también distraerla y cultivarla, aunque, en verdad, jamás lleguen a sentirse solos cuando ejercen, ya que la etérea presencia más que real de su musa se lo impide y veta.
Si bien, es cierto que a veces escribir es justamente una lucha a cara de perro contra la propia soledad, un ejercicio mineral que, de la mano de la lingüística, se libra en primerísima línea a pico y pala, como en una especie de doble vida, pues aun cuando no se esté en la trinchera del corte, y se medita, también digamos que de una forma aérea se está escribiendo, en tanto la mente permanece abierta y activa. Así, un escritor de primera es una bioestación que se mantiene alerta siempre, incluso cuando duerme.
Yo ignoro cómo se puede vivir sin escribir cada día, y estimo que lo que para quienes no crean nada, esos momentos de soledad, que no se traducen en obras o actos, no pasan de ser meras distraciones que se les esfuman; en tanto para los creadores son oportunidades únicas de trabajo, a fin de que los detalles que se le ocurran acerca de su creación no se les evaporen, se materialicen y queden rescatados. De manera que bien se puede decir que un muy principal cometido del escritor es burlar de sus días la soledad hueca o sinsentido.
Otra cosa muy distinta y muy humana es la de vivir momentos de soledad extrema, aquellos en la que, por el cúmulo de factores que sea, no se está ni para piar y uno se ve completamente solo u acordonado; mas aun en tales simas el Autor, que siempre sabe que le queda La Palabra, aunque en determinados momentos su cansada mente se le nuble y precise de darse un señor respiro de aúpa; mas mucho cuidado con eso, ya que en este oficio también pasa que donde menos se espera salta la liebre y entonces no queda otra que remangarse y ponerse manos a la obra y escribir y escribir y escribir.
Ser escritor es ser así, es –vencidas soledades de por medio– ser un paladín.
¿Se atreven?
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