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De los tantos y tantos estigmas que sufrí por ser bipolar

El traje de las lágrimas

lo he encontrado siempre cortado a mi medida.

León Felipe en Escuela

Recordarán los lectores que me hayan seguido desde los inicios de mi andadura en esta tan amada revista que dediqué el segundo de mis artículos a hablar abiertamente de mi condicion de bipolar, en tanto que el primero obedeció a una exposición general de mi obra. Lo hice porque tal condición, que no enfermedad mental (al menos, sostengo yo, en mi particular caso), y dados sus tan complejos pesos y alcances, comprende ser un gran vector muy capital en mi persona, como lo sería en la de cualquiera que la gozase y sufriese; que nadie se piense que desvarío en mis episodios aposta o que me invento la suspicacia inusual o improcedente –contra la que me medico expresamente– o que trepo hasta cotas de clarividencia de lo más geniales no más que porque sí o que me saco mi tan portentosa creatividad del bolsillo a capricho si no de la chistera o que no me entristezco lo mío y hasta paso las de Caín. Todo, absolutamente todo comprende sus facturas, a veces demasiado caras para mí. Pero esto los cabales parecen no percibirlo. Para tales un bipolar es una persona exótica a las que, en cuanto tanto les puede la curiosidad, gustan de poner como en vitrina para, como si se tratase de una pieza de museo, mirar y remirar por todos los lados –cosa que se me ofrece particularmente muy molesta, ineducada y hasta denigrante–, de lo que deduzco que por cada bipolar que puedan conocer, yo me sé de pe a pa mil cuerdos (de manera que entiendo mucho más mejor que tales cómo funcionamos, tanto a nivel personal como –he aquí la madre del cordero– de interacción, y cómo somos cada cuales), y que, al uso, no me despiertan ninguna envidia (salvo cuando aman).

Desde que me jubilé y cerré mi empresa (yo era un gran panadero artesano rural que tenía en la ciudad de Cáceres mis principales mercados), me encerré en mi recogido y muy querido pueblecito y decidí llevar una taxativa y de lo más entregada vida de ermitaño, a fin de dedicarme a meditar de la mano de mi profesión, la novelística, y de huir de la gran fábrica de estigmas que para mí fue la tan provinciana como corta farándula cacereña (entre la que yo, ignorante por completo de mi condición de bipolar, me moví muchos años, llegando a ser un pintoresco personaje un tanto alocado y de lo más singular); decisión que me acarreó una gran producción literaria y también una desconexión cuasitotal de la capital y su vecindad.

Si por un lado puedo elogiar lo estupendísimamente bien que muchas personas de siempre me trataron –así mi muy numerosa clientela–, también podría citar toda una generosa retahíla de nombres propios de gentes que, tanto a nivel personal como de clanes, me estigmatizaron y hasta vilipendiaron y maldijeron, y también innumerables anécdotas de muy diversos cortes y colores, pero no lo voy a hacer, porque me considero una persona con bastante clase y, aunque permanezca en mi alma y mi tozuda y dolida memoria una especie de amargo sinsabor y, sí, ciertas anidadas aprehensiones, resquemores y /o miedos reflejos.

Mas, como excepción a la regla, destacaré, porque me place, solamente una anécdota para que los lectores juzguen por sí mismos si es para morirse o no, tirarse de los pelos, echar las bilis o soltarlo todo por la boca y maldecir al deslenguado que, desde su ajada prepotencia, la protagonizó.

En 1993, cuando yo contaba treinta años, salió a la luz mi primera novela, titulada «El discreto pulso de La Matagangas», de la mano de una pequeña editorial e imprenta que surgió en mi pueblo, llamada Luz de Luna; novela que no he querido reeditar, para cuidarme de su peligrosísimo contenido, ya que comprende una fácil receta terrorista al alcance de cualquiera.

La cosa es que hice una presentación de la misma en el bar de moda (de la farándula), a la que asistieron muchos de mis amigos y también algunos desconocidos. Resulta que entre tales se infiltró un periodista de cuyo nombre no quiero acordarme, y que aún ejerce, a pesar de lo pésimo y cargante que es escribiendo, el cual, lo diré, no es extremeño.

La presentación no resultó mal, y vendí unas tres docenas de ejemplares, uno de los cuales llegó a parar a las manos del citado juan, el cual, ni corto ni perezoso, hizo de mí el hazmerreír de su sección en el diario, burlándose in extremis y, no contento, contó a sus pobres y malintencionadas y jocosas maneras mi novela de principio a fin. Si tal cosa me llegase a suceder hoy no dudaría un ápice en denunciarle, sencillamente porque eso no se hace. Una cosa es levantar una sinopsis y otra muy distinta desnudar públicamente y a mala fe un trabajo ajeno. ¿No lo ven así, mis preciosos lectores?

«El discreto pulso de La Matagangas» sucede en el Cáceres de aquella época, cuando se implantó en la ciudad el primer gran hipermercado, y narra cómo una especie de Robin Hood de los pequeños comerciantes decide pararle los pies al coloso y cómo lo consigue.

Dos obras me animaron a escribir mi revulsiva novela: Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt.

Para que vean el calibre de mi apuesta por dicha novela, señalaré que pagué a un considerable precio a la correspondiente agencia los derechos para incluir en la misma un artículo de William Pfaff, que había aparecido en El País, titulado «Las tendencias totalitarias del capitalismo salvaje» y que puede encontrarse en Google.

Entonces fue cuando, para bien desquitarme, decidí escribir Evangelio confidencial de un obrador bipolar una Obra Mayor (de mil setecientas y pico de páginas) con la que nadie, absolutamente nadie, me pudiese toser lo más mínimo, ni pudiese poner en entredicho mi faceta de literato, en tanto, además de ser la autobiografía de mis primeras cuatro décadas, trataría a fondo la panificación, tema en que yo ya era toda una autoridad mundial; aparte de que tampoco conocía ninguna obra semejante.

Bien, una vez vengada, dejemos la anécdota atrás, para referir que mi gran amigo Jakob Surek (DEP) me observó en cierta ocasión que yo era una persona muy accesible, pacífica, ultrasensible, talentosa y de lo más educada; a lo que yo le contesté que, en base a dicho cóctel, abundaban las perso-nas con las que, tras darle de muy buena fe mi mano sucedía que, envalentonándose, faltándome los mínimos respetos y maneras, tú déjame dónde me siente que yo haré dónde me arrellane, se tomaban el hombro y hasta llegaban a amenazarme con subírseme a las barbas; cuestión que me había acarreado no pocos disgustos, conflictos y decepciones, y que había revertido en forjarme especialmente cuidadoso, suspicaz y miedoso para con los cabales, restringiéndome mucho la vida y el amor hacia la misma.

Se me estigmatizaba por raro, exótico, calavera y original; por proceder de un pueblo y ser extremadamente culto, demasiado creativo e irremediablemente desordenado (ya que lo traigo de fábrica, qué le vamos a hacer) e imprevisible, ser un empedernido solitario que con nadie se casaba, débil y profesar un oficio del que nadie sabía en verdad ni media y que, siendo de lo más noble, los muy ignorantes tenían por de lo más chabacano, llano y vulgar, feo y anodino (cuando todo ello se cita de lo más alejado de la realidad), también por ser demasiado descuidado para con lo tangible, falto de esa cívica educación de modales y paripés que tanto calan y que no se preocuparon de enseñarme en la Universidad y andarme a mi entera bola; de tal manera que concluí que grosso modo se me estigmatizaba por ser quien era, y esto se me ofreció lo peor de lo peor, de manera que entraba en bucles de los que no hallaba el medio de escapar.

Y lloré, y lloré, y lloré.

(Porque no encontraba el modo de salir de aquella jaula de compichados locos que no entendían de mi misa la mitad de la mitad y mi única opción era la de roer y roer zapatos.)

Y lloré, pero, sin darme ninguna cuenta, a fin de compensar cuantos palos me daba y siguió dando la vida, un titán de la reflexión y la meditación creció en mí tanto que, vean ustedes, aquí me tienen casi hecho una estrella de las letras y el pan, si no un quasar.

¿No es maravilloso? ¿No es para pegar dos botes bien dados? ¡Alehop!

One Comment

  1. Sofía Robles Sofía Robles 17 enero, 2021

    Un fantástico artículo, a pesar de referirse a esas consecuencias nada gratas que nadie, por su condición, sea cual sea, debería sufrir. Sólo te pido una cosa, que no dejes nunca de escribir. Enhorabuena.
    Un abrazo.

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