Me daban las tantas y las tantas de la madrugada, allí en mi cubil, imbuido hasta los tuétanos en la inmersiva escalada de la escritura de una hipnótica novela que me tenía sorbidos los sesos, el tiempo y el alma, como si tal empresa fuese «lo más importante del mundo», lo que más vida nítida me daba y más me prometía, expandía y proyectaba.
La de lo más escogida música clásica, si no ópera, siempre me acompañaba, de cuanto me relajaba e invitaba; de manera que, como un ángel custodio, velaba por mi fértil concentración y mi productividad, generándome las mejores condiciones climatológicas y atmosféricas para que yo extendiese y batiese las alas de mi portentosa creatividad sin ninguna clase de reparos ni límites, volviendo orégano todo mi campo y luz todo mi ser.
Hecho un vampiro de aquella tinta, el tiempo desaparecía en derredor y solo existía para mí la palabra que tenía en la punta de la lengua, aquel ladrillo de aquel templo que venía construyendo desde tiempo ha a medias con mis personajes, los cuales se prestaban a ayudarme, como si fuesen mis ultracomprometidos socios, en el paulatino desentrañamiento y avance de la convulsa trama.
Quizás la novela no fuese jamás leída por nadie, mas qué importaba si ya tenía en mi haber una docena de títulos que, por unas y otras, venían corriendo dicha malhadada suerte; lo importante de veras era que yo, amen de redactarla (todo un impagable y codiciado placer en sí, aparte de un muy edificante ejercicio), dejándome de buen grado la piel en la empresa, pudiese leerla y disfrutarla como tanto me place y llena; solo eso (y, evidentemente –lo apunto para curarme–, sin ninguna vena narcisista o egocéntrica de por medio).
Escribiendo, vencía por todas al mundo terrenal, en tanto mi latente realidad quedaba por completo fuera de sus pertrechos dominios, y a buen recaudo, y mi creado universo atendía a sus propias pautas, anhelando ser un perfecto acto de fe y coraje, de pronunciación y comunión con lo más mejor de mí.
Escribiendo, entraba en unos subyugantes estados de flujo y trance como ninguna otra cosa me los procuraba; y lo mejor de mí se crecía y crecía hasta cotas de lo más estratosféricas, desde las que, aparte de alcanzar a rozar el dedo del Creador, el mundo real se me ofrecía más ficticio y falso de lo que proponían mis líneas.
Escribiendo daba lo mejor de mí, al igual que, en mi anterior etapa, panificando, porque, antes de manejarme con la tinta, la vida quiso instruirme con la harina y comprender la elaboración del pan como pura narrativa hecha materia, no en vano me inicié desde niño y en mi madurez alcancé el insuperable grado de Maestro de Maestros (y lo puedo probar) para después, aprendidas todas las lecciones, jubilarme muy tempranamente para poder dedicarme al cultivo de las letras y la escritura literaria a pleno pulmón, tal y como de siempre lo soñé si no aún más mejor.
Más real, profunda y armónica que la tangible realidad, mi novela absorbía mis seis primarios sentidos como si de un acto amoroso se tratara, para despertar un clarividente séptimo que apelaba a las más altas esferas que me fueron concedidas conocer, una ultravía de lo más privilegiada que sabía conseguir un perfecto alineamiento de mi Kundalini y mis chakras, y que revertía en la certidumbre de saberme en mi camino.
Entonces, en plena cumbre de mis apogeos, desaparecía todo lo accesorio para que emergiese una calidad de discernimiento tal que me convencía plenamente de ser un titán, de cuan alto me elevaba, capacitado para hablar de tú a tú con figuras tan indiscutibles como Dante, Cervantes o Borges a los ojos del creador; y yo me sentía extraordinariamente agradecido de que alcanzar tal status me fuere posible gracias a todas las escuelas que me sirvieron para coronar este tan magnífico y lúcido lugar.
Escribiendo, o haciendo mi pan candeal en mi heredada tahona, yo era más yo que yo mismo, en tanto –loados sean los astros y los cíclopes– se me concedían todas unas suertes de realizaciones que nada en el mundo, nada, podía siquiera alcanzar a emular. De manera que Súper Luis Brenia era toda una realidad de lo más tangible y efectiva y mi más personal aproximación al súper hombre de Nietzsche, como si todo me constatase que, en vez de proceder de mi pasado, yo regresase del futuro con mi humanitaria misión literaria de lo más definida y precisa.
Y la novela, siempre linealmente, avanzaba y avanzaba cruzando toda una suerte de aventuras mentales personales, de manera que, para mi bien y mi mal, cada vez se acercaba más y más a su conclusión, que era lo último que yo deseaba, a sabiendas de que en cuanto la liquidase se apoderaría de mí toda una sorda sensación de orfandad que dejaría en mí tal oquedad que yo no se la desearía ni a mi peor enemigo, pero eso formaba parte de la empresa, que se culminaba con la misma botadura de texto en los mercados y su bautizo de gracia; mas así y solo así eran las cosas, y había que aceptarlo; momento que es el que –discúlpeseme– este mismo texto acaba de coronar para que cada lector lo haga suyo.
¡Bon voyage!
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