Pongamos que el Jovencito Virustein –sobran a estas alturas las presentaciones– es, al caso de la novela de Mary Shelley, el monstruo creado por un doctor, que se volvió loco y mató a este, y ahora campa a las mil maravillas, infectando a diestro y siniestro, y mutando, sin que nadie ni nada se le ponga por delante, en cuanto que no cabe ponerle coto ni camisa de fuerza con los medios conocidos.
Pongamos que las recién aprobadas vacunas surtan efecto y, vean, se acabó el cuento, y pongamos que no, que, siendo peor el remedio que la enfermedad, nos la líen aún más y el bicho salga indemne, y (a saber) hasta reforzado, y (también “a saber”) nosotros irreversible e impepinablemente tocados. ¿Quién puede decir?
Pongamos, si no es mucho poner, que Jovencito Virustein sigue y sigue haciendo de las suyas, poniendo en jaque a las economías y los distintos sistemas políticos que nos rigen y gobiernan, y que tales se desmoronan y caen porque ignoran cómo reducirlo. ¿Saben lo que eso significaría? Pongamos que sí.
Pero pongamos que, al estilo del avestruz, no quieren saberlo (ni ustedes ni nadie) y que todo se vuelve una desesperada huída hacia adelante, en un claro sálvese quien pueda. ¿Entonces qué? ¿Qué? ¿Qué?
Pongamos que, aunque sigan pretendiendo vendernos sus motos, las autoridades al uso, ante lo que no son sino claras evidencias de sus iterados fracasos, tiran la toalla y, tras hacer una y otra vez agua, se declaran ineptas e incompetentes para neutralizar al Jovencito Virustein.
Ya que nos ponemos, pongamos que entonces nos pilla el toro y que, rizando el rizo, se lía… ¡la de Dios!
Pero antes pongamos que, tal y como lo estamos viviendo, o sea, tras toda una serie de apoteosis en la criminal carrera del Jovencito Virustein, la humanidad, tras sus reiterados desengaños, opta por dar de lado a la cuadriculada medicina oficial –¡menuda decisión!– y se abre, de par en par, a otros tipos de extraños o inexplicados o exóticos o mágicos remedios, innovadoras propuestas y raras consideraciones; y así alguien se acuerda del Mago Merlín y de que érase una vez que hubo un lugar llamado Hamelín, en el que un flautista… o del muérdago, que era la base de la Poción Mágica… o de que el baile de la tarantella curaba de la picadura de la tarántula… o de que llevar una pata de conejo en el bolsillo traía buena suerte… o de que el ajo ahuyenta a los vampiros… o de que «¡sana, sanita, culo de rana, si no sana hoy, sanará mañana!» y «¡abracadabra!» eran Palabras Mágicas… o de que cierto curandero usaba las hojas de la chumbera para… o que una rebajada dosis de kriptonita podría ser, llegado el caso, la solución.
Pongamos que entonces todo el planeta se convierte en un descomunal laboratorio de magia y, por poner, pongamos que algunos de dichos extraños remedios resultan efectivos y queda al descubierto y a tiro el punto flaco del ya no tan jovencito Virustein y entonces… ¡Ay, de ti, vil! ¡Mal rayo te parta!
Pongamos entonces que las huestes de Virustein no precisasen de médicos sino de poetas o bardos, de músicos o teclas, de chamanes y brujos, de cierta planta que crece en las breñas o de cruzar el arco de un abanico de gemas o, sencillamente, de estar todo el santo día al sol a pan candeal y agua bailando polkas al revés, por poner algo; y pongamos que, hela ahí, nuestra salud se restablece cargada de lecciones como puños.
Pongamos entonces que ponemos «¡colorín, colorado!», y damos este cuento por terminado.
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