Aquellas estaban siendo las peores Navidades de su vida. Las anteriores, poco antes de cumplir los nueve, había descubierto la Gran Verdad —o la Gran Mentira, según se mire—, dejando su inocencia al otro lado de una puerta que se cerró para no volver a abrirse. Y ahora tenía que fingir por su hermano, como si nada hubiese pasado, pues el pequeño Nico todavía disfrutaría de unos años de paraíso infantil. Por eso, a punto de caer la noche del último día del año, le acompañó para entregar sus cartas y saludar a sus Majestades de Oriente, mientras sus padres inmortalizaban el momento con los teléfonos móviles a escasos metros de distancia.
Pero su tristeza no se debía a aquel paripé. Ese nuevo curso había traído consigo a Olivia, que se había colado en su joven corazón para quedarse; por culpa de las vacaciones navideñas, llevaba demasiados días sin verla. Casi cuatro meses después de ese 8 de septiembre, no tenía la menor duda de que ella era el amor de su vida.
Cuando le llegó el turno, se dirigió hacia Baltasar y le dio su carta. El Rey Mago le dedicó una mirada paciente y benévola, que le recordó a la de los bebés. Para su sorpresa, al despedirse, le guiñó un ojo y le dijo bajito: «Nunca tengas miedo del amor».
Cinco días más tarde, tocaba cabalgata. Bajo su gorra forrada de borreguito y con varias vueltas de bufanda alrededor del cuello y de media cara, se miraba los pies mientras daba saltitos para no congelarse. Y, cuando levantó la vista, la vio frente a él. Allí estaba Olivia con esa sonrisa que cortaba el aliento. Entonces recordó las palabras de Baltasar y, con el corazón a mil, la saludó. Sin dejar de sonreírle, ella se acercó, metió la mano en su bolsillo y apoyó la cabeza sobre su hombro.
De repente y como por arte de magia, aquellas horas esperando de pie, a cinco grados de temperatura, para ver el desfile de Sus Majestades y el séquito real repartiendo caramelos como si no hubiera un mañana, dejaron de importarle. Tampoco le molestaba ya tener que sacar brillo a sus zapatos cuando volviera a casa, antes de dejarlos bajo el árbol de Navidad junto a los tres vasitos de leche, la bandejita con galletas y el barreño de agua para los camellos. Hasta le hacía gracia haber fingido atención al hojear los catálogos de juguetes de los grandes almacenes en busca de sus tres preferencias (cuando sabía de sobra lo que quería, desde hacía semanas).
Sonrió al visualizarse a sí mismo escribiendo la carta, que todos los años empezaba recordando a los Reyes Magos lo bien que se había portado los doce meses previos. O al pensar en la espera junto a su hermano Nico, con la carita resplandeciente de ilusión por entregar la carta personalmente a su Rey favorito.
Ahora todas aquellas tradiciones que habían perdido de golpe el sentido al descubrir la Gran Verdad/Mentira volvían, de pronto, a recobrarlo. Y todo gracias a ella y a ese pequeño gesto, tan grande para él. Sin duda alguna, Olivia había transformado aquellas Navidades en las mejores de su vida.
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