Intro: Ánimas Laterales
Ánima. (Del lat. anĭma, y este del gr. νεμος, soplo)
f. alma del hombre.
f. Alma que pena en el purgatorio antes de ir a la gloria.
f. pl. Toque de campanas en las iglesias a cierta hora de la noche, con que se avisa a los fieles para que rueguen a Dios por las ánimas del purgatorio.
«…esto se refiere definitivamente a la Ketamina (vitamina K), un anestésico veterinario afamado por psychonauts and trippers (psiconautas y «viajeros», es decir personas que intentan explorar en su conciencia a través de psicotrópicos. Trip = «Viaje» de ácido) como una existencia ALTAMENTE disociativa (eliminándose a sí mismo desde su cuerpo. Suele usarse especialmente con gatos y monos. Al parecer además puede causar experiencias «cercanas a la muerte». El viaje fuera del cuerpo es el más provechoso / efectivo para el propio desarrollo debido a la completa vista del objeto conseguido por sí mismo. Esto ha dejado de ser una cita directa de la literatura acompañado de las drogas.”
«You – could be – the one – who saves – me from – my own – existence.»
James Maynard Keenan
Estuve un rato largo en la azotea del edificio donde vivo desde hace años, viendo la tarde desaparecer, y caer la noche. Estuve intentando recordar los pasos que lentamente me llevaron a esa suerte de universos oníricos que me hicieron y hacen dudar de la existencia de todo. Incluso de la mía, claro. Estuve intentando que el frío de marzo me llenara de alguna sensación distinta de la amargura. Y nada pasó. Nada sentí. Ni físicamente, ni espiritualmente, ni psicológicamente. Mi ojo sano, volvió a experimentar, casi un año después, la sensación de tener alguna función diferente a la de ver.
Recuerdo que mientras bajaba las escaleras, a oscuras, pensaba, o mejor dicho, aseveraba en todo mi ser, que no existe final en nuestras vidas, porque el tiempo no existe.
Es extraño, lo sé, pero puedo afirmar, luego de bajar miles de escaleras sin otra luz que la de mis ideas, que el tiempo se repite en una paradoja, y que todo comienza de nuevo, siempre. Verdad: una maldición estaba recién llegada a mi depresión de meses y meses.
Puedo decir mientras escribo, mientras recuerdo que antes de sentarme a tirar estas líneas sobre el papel, que esta última confesión tal vez ayude a aliviar mi falta de voluntad, de ser.
Algunos doctores dicen que quizá es una especie — ¿una especie? — de resaca eterna. Otros dicen que tal vez sea una enfermedad física de la mente en sí. Como un coágulo que obliga a la percepción a evadirse de sí misma, y que tal vez en un tiempo me deje postrado en algún hospital, o directamente, con suerte, muerto. Aunque morir, luego de lo que he visto en el mundo de las almas, puede que sea, para los que como yo hemos andado de la mano de seres sin ojos, una condena.
Mientras ando, mientras mis pies se mueven en el ritmo hipnótico, de descenso eterno, me replanteo, a cada momento, lo que pienso, lo que siento, lo que soy. Y olvido lo que sentí, lo que fui o intenté ser.
Olvido, incluso, a veces, sentir y el significado mismo de ser.
Como si fueran ciclos de un micro universo que late y vive aparte del entorno que contiene la escalera por la que bajo, percibo otro significado tan real como el anterior., que es tan válido como el que vendrá descalificando el presente. Es como esas promesas que pierde sentido cumplirlas cuando se acaba una realidad, dando paso a otra.
Asevera mi cuerpo, asevera cada molécula de mi persona, de mi carne, que cualquier premonición de un futuro ya no es otra cosa que un deseo de dejar de sentir la ambigüedad de no alcanzar la verdad.
Entonces sé que sigo siendo mientras sepa que la muerte existe, mientras mis pensamientos apunten a un final inevitable, como el dolor mismo del nacimiento.
Entonces pienso, o siento mientras razono que no creo que muera, al menos no hoy, al menos no mañana, porque morí la misma mañana que ella no estuvo más en este plano. Lo único que queda es castigo por no haber anclado su mirada al dolor de la sangre, al devenir inconcluso de la carne.
Sigo bajando las escaleras, hasta que llego a la puerta de mi departamento. Antes de abrirla, una choque eléctrico sacude parte de mi cerebro llevándome exactamente a la tarde en la que comencé mi viaje. Mi carne se resiente, como si el miedo la obligara a prevenirse. Mi pupila sana comienza a llorar. Me cuesta vencer las náuseas; superar el temor de la carne, sintiendo por ella sola, sabiéndose abandonada por mi conciencia y por mi espíritu.
Sin prender una sola luz me siento en el salón, el mobiliario se reduce a una silla y una mesa pequeña de pino macizo, sin lijar. Una alfombra que tapa una mancha que nunca pude sacar de los mosaicos del suelo. Y cuadernos apilados en cada rincón. Hoy las paredes están pintadas de naranja suave, para cubrir la sangre que allí quedó, luego de que yo me fuera de mí mismo. Tomo un cuaderno de mi rincón más lejano y comienzo a leer. A media luz, más con el instinto de la memoria al ver el momento que cito, y comienzo a temblar. La frase que deduzco, que mi mente quiere intentar reproducir es “Perdón por haberte mentido, por haberte perdido, por no haberte dado algo más que un paseo a la Nada, donde todo es significado de no sentir.”
Suelto el cuaderno con desprecio de mis palabras, con el desprecio del que no recuerda que fue lo que hoy teme o critica. Espero unos segundos, escuchando mis pensamientos, analizando lo percibido, lo sentido.
Espero. Presiento, analizo.
Me digo a mí mismo, como si acaso significara algo dentro de un rato, o de un día, que no me arrepiento. No pido perdón. Cumplí con lo que pidió antes de encadenarse a mayor sufrimiento: ambos sabíamos que la carne puede merecer sufrir, el alma no.
Mientras los ecos de mis pasos callan de modo abrupto, mientras la memoria juega con mis recuerdos, mientras la mente pone en mi casa a algún niño que tiene ojos en la boca, vuelvo a ratificar que mi ser ya no es mi cuerpo. Que mi cuerpo es el último eslabón de sentir dolor. Y ratifico que yo soy la noche entera. Que la mente es mi última morada. Que hasta que el cuerpo no cese de respirar, de ser existencia, yo viviré en todos estos lugares que narro, porque yo soy ningún lugar.
Ni me avergüenzo, ni me arrepiento; apenas hice lo que cualquiera hubiera hecho por mí.
No dudé ni un instante: ella me llamó, me dijo que ya no quería vivir más, ni mucho menos pasar por una experiencia violenta antes de morirse. Nada de disparos, nada de venas abiertas, ni electricidad. Apenas quería dormir y ya no despertar. Discutimos un rato acerca de los significantes que ocultamos en ciertas palabras, para concluir con un par de risas idiotas en que lo obvio siempre permanece oculto por su propia naturaleza, pero que dormir y ya no despertar, no es dormir.
Lloramos un rato, con esa manera que tienen los amantes de no llorar, sabiendo que en cuanto terminara la conversación, deberíamos, cada uno por su lado, actuar y punto.
En cuanto colgué el teléfono, mi cuerpo comenzó a prepararlo todo, sin necesidad de la presencia de mi mente. Mientras tanto intentaba afirmarme en mis pensamientos, intentaba encontrar alguna excusa que me alejara de darle la razón. No podía hacer otra cosa, no me quedaba más salida que llevarle lo que pedía. Llevarla hacia donde quería ir. Cómo negarle una voluntad a quien ya no quiere vivir porque algo, lentamente, que crece dentro suyo, le va apagando la vida.
Tomé un taxi hasta su casa. Le dije al chofer que me esperara, que no tardaría más de un par de minutos. Golpeé la puerta. Asomó llorando, pero con cierta expresión de alivio y alegría. Me dijo que gracias, que sabía que podía contar conmigo para siempre. Dijo que nos veríamos pronto en el otro lado… me heló la sangre.
Me abrazó.
En ningún momento intenté hablar, tal vez en tributo al motivo de no estar más juntos, quién sabe. La tomé de las manos, la besé en la comisura de los labios, con esa sensación de vacío que dan los saludos de pésame, esas manifestaciones de afecto que no curan absolutamente nada, di media vuelta y me fui.
No hablar cuando el alma no quiere pasar el sufrimiento del cuerpo ajeno que cesa de existir en el mismo plano, puede ser una forma de posponer lutos que costarán aliviar.
Volví a mi departamento. Destapé una botella de algo y bebí toda la noche. Estuve esperando por un llamado que cambiara las cosas, que depusiera mi actitud voluntaria de no experimentar voluntad, de no actuar por ella. Recuerdo, en la piel todavía, la fuerza que imprimí en mis ojos para no llorar. Recuerdo la torturante sensación, en mis tatuajes, de imaginar la exhalación final de su espíritu. Y, con temor incluso, recuerdo, muy vagamente ya, que esa misma noche tuve las primeras expresiones de sentir que la vida no es un deseo, si no un impulso.
Hoy creo que esa retahíla de sentimientos no eran míos, si no una suerte de disposición a percibir lo que sería correcto. Hoy todavía no lo sé.
Mientras intentaba dormir, pensando en su lenta y suave agonía, comencé a imaginar que en el mundo concreto, en ese mismo instante, estaba dejando de existir un ser humano, de carne, energía y huesos, gracias a mi ayuda. Me sentí atentando a un orden natural. Me sentí agrediendo a miles de motivos lejanos a mi comprensión, dados y hechos para tener un sentido en el universo que nos contiene. Y luego me reí al darme, y darle, tanta importancia a un orden que no interesa ya a nadie. Por unos instantes, recuerdo con dolor en las manos, caí en la cuenta de que era, y seré mientras soy un tipo al que se le da bien el no ser otra cosa que portador de malas nuevas, un catalizador de lo que quiere ya no existir.
Grité de angustia, golpeando las paredes, con aullidos casi guturales de saber que la única mujer que hube amado, estaba cesando su caminar espiritual a mi lado, justamente, porque la ayudé a morir. Y en unas horas sonaría el teléfono, y me reventaría la inconsciencia la voz de alguien diciendo que ella, al fin, amaneció muerta, pero que no llorara, que tenía una expresión de paz que hacía mucho nadie le recordaba, y que había una carta para mí.
Y yo no diría más que lo que usualmente se dice ante esos casos. Cosas que nadie oiría en realidad.
Tal y como lo imaginé ocurrió, pero llegando al mediodía. Me desperté al tercer o cuarto timbre del teléfono, oí la voz de una de las hermanas. Respondí con vaguedades, pregunté si harían sepelio, fingí anotar la dirección del lugar. Colgué.
Me metí en la ducha.
Vomité una suerte de bilis oscura.
Lloré con amargura.
Con la amargura de los que han entendido que lo irremediable de la vida no es la muerte, si no la enfermedad que conduce a la carencia de deseo.
Dejé pasar unas semanas antes de llamar a la hermana. Y con la complicidad de los que no se toleran, quedamos en un café para que me diera su carta. Bebimos un par de copas, hablamos de recuerdos bonitos de ella, justamente, esos recuerdos que son los pilares de toda represión. Y antes de despedirnos, justo antes de que no nos viéramos nunca más, ella me dio las gracias. Tergiversándolo todo. Hundiendo todo aquello que me esforcé en utilizar como superficie de desgracia ajena.
Llegué a casa, me tiré dentro de una manta vieja, e intenté leer, una y otra vez, la carta legado que ella me había designado. Cerca de la hora más oscura de la noche, acepté el peso de lo que vendría en esa hoja de papel. Pensé lo curioso que era la matemática de los hechos abstractos, cómo una hoja de papel, escrita por alguien que, concretamente, ha dejado de existir, puede condicionar todos los actos de otro que, básicamente, se siente importante dentro de una no existencia.
La carta decía, si mal no recuerdo, que le regalara veinte lunas de ventaja en el mundo donde ella residía desde su último dormir. La carta decía que gracias por ayudarla a entrar en su último dormir. La carta, escrita con un pulso dolorido y roto, decía que lamentaba que la enfermedad nos hubiera acercado de nuevo, cuando debimos seguir distantes. Y por último, la carta, decía que eran importante las veinte lunas, a tenerlas en cuenta desde la noche de nuestro último encuentro, porque el tiempo no existe.
Tiré la carta con cierto desconcierto falso. Como si mi persona no la hubiera entendido; pero mi alma sí.
Y ya con el tiempo, ya con el olvido de las noches encima, dejando de contar lunas, comencé a ocultar a la sociedad que me rodeaba, que era algo así como un ángel negro. Que era un asesino, y que había existido alguna vez en mi vida, una mujer llamada Sol, que tenía una enfermedad terrible y de una larga y dolorosa postración. Y que esta mujer, llamada Sol, me había pedido veinte lunas para encontrarla de nuevo, en un mundo de muerte.
***
Encontré novia, encontré motivos para dejar de beber, de tomar drogas, para estabilizarme en el trabajo. Para incluso, en menos de 6 lunas, olvidarme de toda una vida, o dejarla en un recodo del pasado lleno de sombras que no me reclamarían jamás.
Los pocos que me conocían, decían que mi mirada estaba cambiada, que mis ojos se veían raros. Me decían, todos, siempre, que tenía algo diferente. Y a medida que la amargura de recordar que la mujer que amaba, que ayudé a morir, había prometido encontrarme, comencé a estar intratable. Como si una horda de espíritus me alimentara la tristeza, la soledad, y me alejara poco a poco de todos los que intentaron conocerme. Como es evidente, en estas épocas de reencuentro con lo muerto, lo único que me calmaba, era el alcohol, las drogas, el bajo mundo de los desgraciados.
Y comencé a ser violento, desagradable, o yo mismo, según la época en la que me hubieran conocido.
Pero una noche, al fin, con tanto temblor en el cuerpo, decidí dejarme llevar. O dejarme encontrar, o hacer algo concreto, para acordar un sitio que acabara con la no vida que me estaba llenando.
Comencé a soñar con ella cada noche.
Y cada noche soñaba con ella.
En sueños de composición casi poética. Ella sobrevolando una enorme llanura, vestida de una blanca desnudez. Ella arrullando pequeñas serpientes en su regazo. Ella misma, siendo yo, confinando a un abismo cualquier esperanza de ser nosotros.
Hasta que una mañana, una mañana de octubre, creo, desperté y ya no soporté más la claridad de las visiones que tenía acerca de mi propio cuerpo. De ahí en adelante, todo se convirtió en una complicación, en una ecuación que no mantenía parámetro lógico. Mucho menos para contarlo, para narrarlo de un modo ordenado o correlativo. Por eso lo hago de este modo en el cual debo poner un alto a cada parte de mi alma, a cada parte de mi espíritu, y a lo que queda de mi carne.
Esta historia, de ahora en más, está compuesta de recuerdos que van surgiendo, uno tras otro, mientras bajo una escalera desde la oscuridad hasta algo tan denso y negro, que posee luminosidad dentro de las más oscuras evocaciones. Son las luces apagadas, con el eco de mis pasos como únicos testigos. Y a medida que escribo, a medida que traigo al presente las cadenas de sucesos, se ilumina la carne de mis ojos, evocando al dolor como precognición activa de una sustancia torpe. Una sustancia que transmuta la materia en pesadilla cotidiana.
Lo que narro a continuación es una conjunción de ideas, sucesos, y experiencias, que todavía hoy, aún ahora, incluso mientras releo estas líneas, me generan una ratificación total de saber que esta vida ya ha sido experimentada por un ser paralelo a mí, aunque diferente.
Y mientras escribo esta suerte de aclaración, se van sucediendo ante mis pupilas reflejos de imágenes ya vividas, que repiten en la carne los impactos ya vividos. Es una resaca eterna de los límites cruzados. Es la visión perdida, la objetividad. El dolor en sí, no de la angustia de no ser nadie, de no ser ningún lugar, si no el de la carne lacerada.
Ser sin ser. Eso mismo, hoy, mientras entrego estas palabras, cruza lo que ha quedado de mi alma. Así como el temor de, algún día, encontrar en mí que nunca tuve tanto miedo a la vida, como cuando estuve muerto.
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