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Mientras todos duermen

Mientras todos duermen profundamente en casa, algo inesperado estaba por ocurrir. Julián y Ana, el joven matrimonio, lo habían preparado todo para que nada fallara. Al fin y al cabo, eran los representantes de los Reyes Magos allí y debían de cumplir con los sueños que esa noche mágica se hacen realidad.

Pero nada era lo que parecía, ni nada parecía lo que realmente era.

En la habitación de los tres hermanos, Omar, Kadek y Sebai, reina el silencio desde hacía ya un buen rato. Los tres comparten una amplia estancia en donde ya cumplen el ritual, a los pies de las camas, los zapatos de cada uno esperando los regalos pedidos. Con diez, nueve y ocho años, respectivamente, no eran ya unos bebés y saben más de lo que pudiera imaginarse.

Llegó la hora, la mágica hora recién alcanzada la media noche. El viejo reloj de madera, que tantas veces no han podido cambiar sus padres ante la negativa de los hermanos, aún mantiene los latidos de su segundero,  olvidando todos los achaques que lo llevarán a ser chatarra en breve. En esa hora exacta y en ese día concreto, desde hace ya varios años, el viejo reloj se enciende en medio de la noche, en silencio, rompiendo la oscuridad del cuarto para despertarlos a tiempo. Un reloj de madera y metal que irradia una luz cálida, familiar, que envuelve sus cuerpos agitándolos suavemente para que tengan un dulce levantar.

Durante tres años consecutivos, esa luz fue vista cada vez por un hermano más hasta llevar ya cinco que era visualizada por todos. La primera vez asustaba hasta que el resto le tranquilizaba, pero las demás era la ilusión secreta y cómplice que guardaban entre ellos durante los siguientes doce meses.

Rápidamente, Omar, el mayor, se dirigió sigiloso al cuarto de sus padres y, con una tierna sonrisa, esparció sobre ellos los llamados “polvos del silencio” que le permitían, a él y sus hermanos, comenzar con la labor que les esperaba sin ser sorprendidos.

-Ya está –confirmaba nervioso al resto, que, como si fueran superhéroes, estaban ya quitándose sus pijamas para vestirse con los trajes de Pajes Reales que siempre encontraban, perfectamente ordenados, en sus sillas de estudio tras la “llamada” de la luz del reloj.

Siempre les gustaba mirarse divertidos entre ellos una vez acabados de ataviarse. Aunque ya eran veteranos en esto, nunca dejaban de maravillarse de lo bien que les quedaban sus galas y ese rato les servía, entre bromas y risas,  para ahuyentar los nervios propios de la tarea que les esperaba.

De nuevo el reloj se enciende en medio de la noche indicándoles que todo está preparado. Los tres acuden hacia la puerta del balcón y la abren. Diligentes, ordenados, cumpliendo el plan establecido, contemplan emocionados una vez más la llegada silenciosa de la Comitiva Real en donde hay tres huecos reservados para ellos, justo delante de cada Rey.

-Comencemos cuanto antes –apremió Melchor con una sonrisa camuflada en la barba-. Hay muchos niños esperando nuestra visita.

Situados cada Paje Real en su posición, la Cabalgata arranca una Noche de Reyes más por todos los hogares, hospitales, residencias, en definitiva, por todos los lugares en donde se encuentre alguien con ilusión, o sin ella. Sorprenden a incrédulos, sonríen con quienes lloran, acompañan la soledad, acarician al doliente y respetan el sueño de todos, aunque nunca hayan sido capaces de soñar.

Va acabando la noche sin descanso, sin certeza de que realmente pasa el tiempo en esta agitada madrugada. Todos en el Real Cortejo saben el matiz especial que tiene la Cabalgata de hoy, pues es el último año que los tres Pajes Reales ejercen como tales. Hay que dejar paso a nuevos aspirantes, a nuevos niños que conozcan y disfruten desde dentro del séquito más esperado. Ellos ya han cumplido con creces y de ninguna manera les supone ningún enfado. Al contrario, están orgullosos de haber contribuido a repartir felicidad y sonrisas durante todo este tiempo sintiéndose unos afortunados por ello.

Al final del trayecto, poco antes del alba, son las propias Majestades Reales los que los acompañan de regreso a su cuarto. Hay cansancio por la noche, pero mucha emoción por la anunciada despedida. Cada Rey departe, en la oscuridad del dormitorio, con su Paje correspondiente casi como si fueran conversaciones entre padre e hijo. Y sin casi. Todos saben que queda poco tiempo, que el sueño se difumina, que luego vendrán las fútiles dudas a posteriori sobre la veracidad de lo vivido. Aunque dudas hay ya pocas.

Sin poder evitarlo, o buscándolo de alguna forma, los diálogos entre unos y otros suben de volumen sin que nadie repare en ello, mezclando risas con llanto, abrazos con saltos, sin distinción entre Pajes y Reyes.

-Chicos, tendríais que estar durmiendo – se escuchó decir perezoso a Julián, medio dormido, mientras comenzaba a batir la puerta del dormitorio con la cabeza de Ana, también somnolienta, asomando por encima de su hombro para averiguar qué era todo aquel alboroto.

La luz de la calle que entraba por el balcón abierto dibujaba las siluetas de todas las figuras protagonistas de aquella noche de sueños. Todos de pie, mirando hacia ellos, con los tres Reyes detrás y cada uno de sus ayudantes a su lado. La imagen no dejaba dudas, pero en las cabezas del matrimonio no acababa de encajar explicación alguna de lo que estaban viendo, y menos con el sopor y torpeza que todos tenemos recién despiertos.

Se adelantaron los tres Reyes Magos hacia los padres inmóviles que no sabían cómo reaccionar. Los dulces semblantes de los tres personajes, sus rasgos afables y sus tiernas miradas hicieron del momento un instante mágico, con una calma especial que transmitían en cada apretón de manos que fueron dando, uno a uno, a la joven pareja.

-Podéis estar muy orgullosos de vuestros hijos – les susurró Gaspar.

En ese instante, de nuevo el reloj se encendió en mitad de la noche. Por tercera vez. Y aquella era la última pues ya nunca más volvería a tener que hacerlo. Su misión también llegaba a su fin.

Julián y Ana, sorprendidos por el haz de luz, del que hicieron el amago de protegerse con ambas manos, apenas pudieron distinguir cómo Melchor, Gaspar y Baltasar se marchaban por el balcón abierto sin dejar de dedicar amplias sonrisas a los niños. Estos, aún engalanados con sus trajes de Pajes, se cogieron de las manos esperando el final habitual de las anteriores Noches de Reyes. Mientras la luz del reloj disminuía gradualmente de intensidad, los padres asistieron a la transformación de los vestidos de sus hijos en sus habituales pijamas, regresando la oscuridad a la habitación con los tres durmiendo de nuevo en sus camas.

Ana y Julián parpadeaban perplejos ante el espectáculo que habían presenciado. Se miraban, miraban a los niños y apenas se atrevían a moverse ante la posibilidad de que quedara algún cabo por atar en toda esta historia.

-¡Psch, Julián! – Le susurró su mujer al oído haciéndole incorporarse de la cama sobresaltado en medio de una respiración jadeante-. ¿Tú también  has soñado lo mismo? De todas formas, sea como sea, es hora de colocar los regalos – zanjó cualquier atisbo de conversación.

Julián retomó esta última frase asintiendo sin decir nada. Sabían que tocaba cumplir su misión como representantes reales.

Ambos se levantaron sin hacer ruido y fueron colocando, en los zapatos de cada niño, el regalo anhelado. Al poco, ya con el sol asomando sus rayos por la ventana, la costumbre de tocar suavemente una pequeña campanita hacía desperezarse a los tres hermanos mientras recibían los abrazos y besos alegres de sus padres que los animaban a comprobar si se habían portado bien este año Sus Majestades. En medio del alboroto usual, fueron rompiendo papeles de embalaje, cintas de colores y demás envueltas que dejaban gritos de admiración al ver los presentes.

Al final, cuando parecía que ya no quedaba ningún paquete, una pequeña y vieja caja llamó la atención de todos. Ni Ana ni Julián reconocían haberla puesto allí, lo cual aumentaba aún más la confusión de ambos. Y más cuando los niños lo dejaron todo y la tomaron cuidadosamente entre sus manos. Sonreían cómplices, felices, nerviosos por intuir su contenido.

-¿Se puede saber qué es eso? – cuestionó Julián ante gestos de apoyo de Ana que también quería salir de dudas.

Sin más espera, Omar, el mayor, abrió, no sin cierto temblor en sus dedos, la tapa de la caja y extrajo tres pares de guantes blancos usados, cada uno con una pequeña letra bordada en dorado. El par que lucía una B se lo dio a  Sebai, el que tenía la G fue para Kadek y, por último, los dos guantes identificados con una M los apretó contra su pecho mientras sonreía satisfecho con sus hermanos agradecidos de tener el mejor recuerdo de sus compañeros de Cabalgata.

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