A las 6 de la madrugada de una Noche de Reyes atípica, marcada por la interminable presencia del dichoso coronavirus, Silvia intentaba conseguir unos minutos de descanso para afrontar el final de un duro turno. Ser enfermera de urgencias en época de fiestas no es lo más relajante a lo que se pueda uno dedicar, pero la vocación y la ayuda a los demás pueden suplir muchos inconvenientes.
No había llegado a cerrar los ojos cuando fue reclamada de nuevo para acudir a atender a un trío peculiar que reclamaban ser revisados.
-Tres abueletes, vestidos de carnaval, parece –le informaba socarrona la auxiliar antes de hacerlos pasar a la consulta de guardia donde Antonio, el médico que dirigía su equipo, iba a proceder a la exploración.
Antes de que siguiese informando una sucesión de gritos les hizo abalanzarse hacia el pasillo donde un anciano se retorcía en el suelo asfixiándose mientras sus dos compañeros temblaban asustados sin saber qué hacer.
-No tenemos puestos los EPIs… –sujetaba el galeno a su compañera.
-Este hombre no tiene ese tiempo –respondía contundente Silvia a la vez que se arrodillaba ante el enfermo sin parar de hablarle para estimularle. Rápidamente se unió su compañero y, demostrando el equipo que son, como tantos ha habido durante todos estos meses atrás, se centraron en lo que en ese momento era lo importante: salvar la vida de aquel señor. Lo intubaron, conectaron oxígeno, cogieron una vía, suministraron medicación y estabilizaron lo que hacía apenas unos segundos parecía imposible. En los ojos temerosos de su paciente pudo ver la petición silenciosa para que no lo dejara solo -. No te preocupes, seguiremos a tu lado hasta dejarte como nuevo – le bromeó despacio para tranquilizarlo mientras no soltaba su mano.
Mientras que los resultados de las pruebas que decidieron hacerle llegaban, nuestra enfermera fue consciente del riesgo que habían corrido mientras salvaban esa vida. Los protocolos eran estrictos y no los habían podido respetar. En breve sabría, entre otros muchos datos, si el paciente era positivo al tristemente COVID-19, lo cual implicaría más pruebas, aislamiento y demás molestias a todos los componentes del equipo. Se sentía cansada, abrumada por esa idea con la que tantas veces se había enfrentado, por ese temor que recorría el cuerpo de todos los que batallan, quizás demasiado tiempo ya, contra ese enemigo invisible.
Sentada, viendo la respiración armoniosa del abuelo, y su cara mucho más relajada por efecto de toda la terapia, sintió la necesidad de cerrar los ojos un instante para desconectar unos segundos del estrés de la jornada.
Cuando decidió abrirlos de nuevo la cama estaba vacía, como si no se hubiera usado. No quedaba rastro de los equipos de infusión ni de monitorización. Silvia salió al pasillo confusa, agitada por lo inexplicable de la situación vivida, buscando respuestas en las caras de Antonio o de algunas compañeras que sólo alcanzaban a aconsejarle, con mucho cariño, que fuese a casa a descansar, como si aquello no hubiera ocurrido y fuera producto de su fatiga. Ni rastro del anciano, ni rastro de su hipotético ingreso.
Convencida, por la coincidencia de todos, de que había sido un mal sueño intentó, camino de casa, olvidar todo aquel rompecabezas. Al girar la llave de la entrada, medio adormilada como iba, no se percató de las luces del salón hasta no estar a pocos metros del mismo. Este año había decidido no celebrar la Navidad ni adornar, como los otros años hacía, la habitación con los clásicos: ni el Belén de su padre, que tanto le recordaba a su infancia, ni el árbol que había ido introduciéndose en sus vidas como excusa para más fiestas. Tampoco recordaba, a pesar del cansancio, que nadie lo hubiera hecho por ella. Por eso se paralizó al percibir luces parpadeantes y una suave música de villancico desde donde no debiera de haber más que oscuridad y silencio.
-¿Hay alguien ahí? –preguntó deseosa de oír alguna voz familiar. Tras varios intentos sin respuesta tomó un paraguas como arma y dio un salto al interior de la estancia.
El paraguas se le cayó de las manos, las piernas le flaquearon, el vello de la piel se le erizó y las lágrimas asomaban en sus ojos. Había luces por las paredes, el juego de luces más espectacular que jamás soñó. Un árbol impecablemente adornado resplandecía en una esquina y un magnífico Nacimiento invitaba a contemplar cada una de sus tallas. En la mesa, preparado para ella, un apetitoso roscón de Reyes junto a una humeante taza de chocolate prometía un merecido desayuno típico de esa mañana. Sólo la hoja del balcón abierta de par en par rompía el confort de aquel irrepetible regalo. Allí, orientados hacia la calle, estaban los tres camellos de Sus Majestades guardando una última sorpresa. Vio una hoja de papel en donde leyó “GRACIAS”. Al ir a cogerla, una ráfaga de viento la levantó y envió hacia el exterior. Tras ella salió Silvia en un intento fallido por atraparla aunque le dio tiempo a verla volar despacio, hasta caer en las manos de una de las tres figuras que la observaban desde abajo. Reconoció a los tres ancianos de urgencias aunque su apariencia nada tenía que ver con aquellos. Comprobó que en realidad eran los tres Reyes Magos en su retirada tras su larga noche de trabajo, aunque antes pasaron por urgencias para concederle su regalo.
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