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De la buena vida que nos hemos traído

Mi protagonista y proyección –un fulano nacido en los anales de los sesenta– lo venía diciendo desde hace tiempo: nos había tocado una etapa histórica de lo más interesante y próspera, el último tercio del siglo veinte y cuanto llevábamos del presente; en tanto, por fortuna, habíamos conocido cómo la vida siempre nos había ido a mejor; y a este respecto él señalaba que tal buena tónica se podría quebrar, torcer o dañar, y, llegado el caso, hasta de la noche a la mañana, por cuestiones humanas o de catástrofes naturales u otro signo, aunque lo cierto es que nunca imaginó la pandemia mundial que tanto nos asola y tan contra las cuerdas nos tiene, y que viene a ser el episodio más grave que a mucha gente de distintas generaciones y todas las latitudes nos ha tocado vivir.

Allá, en su infancia, se citaban los últimos coletazos de la vida rudimentaria y cuantas mejoras nos traían los tiempos de la revolución industrial, y en ella convivían los apañados saberes de nuestros mayores con los nuevos conocimientos tanto científicos como tecnológicos que nos iban llegando, incorporándose a nuestras formas de vida, la cual era más sencilla y llana y, aun cuando fuese más sufrida, que no pobre ni deslucida, estaba exenta de muchas de las formas de maldades y peligros que hoy nos acucian. Es decir que, como todo, también el malllamado progreso tiene su carísimo envés.

Todavía se araban los campos con bestias y se segaban a mano, en cada casa había una cabra que les proveía de leche –la de su familia se llamaba Catalina– y en la escuela de párvulos se manejaba cada cual con su pizarrita.

Él recordaba que fue hacia el final de su pletórica infancia rural cuando se comenzaron a canalizar las aguas en el pueblo y también a pavimentar sus calles. Hasta entonces se habían venido sirviendo de los pozos y las fuentes, los cántaros y las tinajas, y las calles eran de rollos y piedras. Había cambiado tanto todo… incluso, los valores humanos que a él le inculcaron con baba para que no se le olvidasen con barba y que, por ello, aún los tenía bien presentes, a pesar de que ya, en virtud de toda una serie de abocadas degeneraciones, apenas se cotizasen; como, por ejemplo, el amor hacia el trabajo bien hecho, o el respeto al prójimo y, sobre todo, a los mayores. Es decir, una nueva infracultura gestada en no sé qué departamentos había apuñalado de muerte a toda una arrastrada cultura con mayúsculas llena de humanidades y gran decoro, y que nos vino heredada de generación en generación y de padres a hijos; una cosa parecida a cómo el tan versátil como penoso y mal pan congelado ha desterrado del mercado al buen pan de siempre y que, por desgracia, ya solo lo sabemos hacer cuatro.

Recordaba en su inquieta adolescencia su paso por un par de Universidades, el tráfico de libros y más libros por sus manos, las máquinas de escribir, los radiocassettes, el mundo como idealización y sus primeras grandes crisis existenciales, su completo gobierno del obrador de la tahona de sus entregados padres durante sus vacaciones y los marchosos y pletóricos años ochenta, libres aún de cuanto comportarían las tecnologías de las computadoras en nuestros días.

Rememoraba su mocedad, que se iniciaría de verdad con el cumplimiento del Servicio Militar y los primeros años de trabajo al frente de su negocio; su juventud, todo siempre a mejor, como si estuviesen, lo menos, a bordo de un jet, con grandes avances en todos los campos del saber, de la mano de una revolución analógica, así como en su madurez, como si a todo el mundo les hubiesen salido las cuentas o tocado sus loterías, de manera que parecía que se vivía en la antesala del Paraíso.

Ya en su madurez, entrado el nuevo milenio, a bordo de la revolución digital, la realidad parecería acelerarse, y todo fue más o menos como la seda hasta la gran crisis económica de 2008, cuando la vida en el país pareció clamar que no todo el campo era orégano, ni oro cuanto relucía.

(Naturalmente que este artículo nace de cuantas reflexiones le ha provocado en su senectud la pandemia, y desde el paréntesis que comprende nuestro presente, desde el que, como tantos de nuestros semejantes, se para a valorar esa etapa que ya no habrá de volver, porque, es obvio, la pandemia está marcando un antes y un después, y la cosa pinta muy muy fea, pues ya está el lobo en la mata y a ver ahora quién y cómo lo saca.)

Aquellas tan gratuitas cosas se nos han vuelto carísimas, un abrazo, unas manos que jovialmente se estrechan, el descuido total de tantos usos sociales y personales, una fiesta multitudinaria, un simple beso… En fin, la naturalidad con la que vivíamos aquellos días, a la que tan poca importancia se le daba porque nos parecían si no eternas sí que de cajón, en tanto se nos antojaban perfectamente blindadas y normales. ¡Días de vino y rosas!

Pero, como quien dice, de la noche a la mañana, un fantasmagórico virus mediante, la realidad les pegó tal puñetazo en la mesa que les dejó a todos bailando la marimorena y he aquí que nuestro hombre se temía que en adelante ya nada sería igual sino más feo y difícil.

Y si la primera ola fue grave, la segunda no se le quedó atrás, la tercera fue de aquella manera y la cuarta… ¡Olé!

¡Buenos tiempos para la lírica!

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