No recuerdo dónde leí una frase que, más o menos, venía a decir que, en tanto el artista debe ser absoluto y arrogante, la persona que lo encarna debe ser humilde; que no cabía tolerarse al artista humilde ni arrogante su persona. Y estoy muy de acuerdo; por lo que, luego, tras mis oportunas disquisiciones, trataré al respecto, y entre otros, mi particular caso.
Si damos en considerar el incuestionable caso de Salvador Dalí, tanto como pintor como no ya su persona (que bien supo ocultárnosla) sino el también artístico y archiconocido personaje que supo hacer de la misma, resulta que, a mi parecer, hemos dado con un óptimo elemento de estudio, una perfecta muestra para este nuestro laboratorio. Un artista de pies a cabeza que, gracias a saber manifestarse con el pincel, también se explayaba desde el tan excéntrico como atómico personaje que nos supo brindar (y al que convirtió en otro de sus registros). Una mente iluminada y visionaria. Un Gran Artista de Su Tiempo.
Las creaciones de Dalí son, ¡qué duda cabe!, soberbias como ellas solas, arrogantes a rabiar, absolutas y casi casi prepotentes, y, sin embargo, muy dignas. Esto nadie lo pone en duda. Salta tanto a la vista… El arte de Dalí es Arte con mayúsculas.
El personaje que nos supo vender como su persona, también es soberbio y arrogante, en tanto es otra creación artística incorporada a su sello.
La persona, aquel Dalí que en su intimidad hablaba con su Dios, seguro que era de lo más discreta y sencilla. Aquel Gran Maestro seguro que no se sentía más que un servidor de La Luz que recibía un mero instrumento, un medium; y su corazón, de lo más agradecido, rebosaba de contento por gozar de la plenitud de las maestrías que había sabido ganarse a fuerza de emplearse.
Es decir, que he escogido a Dalí porque, por boca de su personaje, también es el arte quien nos habla.
Una queja común en el mundillo es la que se cierne sobre el exceso de ego de los artistas: todos parecen tender, y por su propia voluntad, hacia la arrogancia; parece que mostrarse humildes es «un signo de debilidad», de inautenticidad o profanación.
(A mí –¡no lo puedo evitar!– me entra la risa por dentro cuando veo a tales leones ejerciendo.)
He conocido recientemente a cinco escritores y cada uno me ha enseñado algo distinto al respecto. El primero, Fulano, que saber urdir muy bien la historia a contar pero no pulir el lenguaje; y se las da que parece rey del mambo. El segundo, Mengano, que, no sabiendo escribir, pretende demostrar que sí que sabe; y, vamos, un altar es poco para él. La tercera, Zutana, que da gusto cómo escribe, sabe hilar muy bien la prosa y estructurarse el discurso; la pobre, con cuanto vale y sabe estar, casi no se tiene por estrella. La cuarta, Merengana, casi sabe escribir y, aunque se tiene por escritora, yo veo que no lo termina de ser pero, he aquí el quid, que sabe muy bien jugar a serlo, tanto que le encanta pavonearse y pavonearse a costa de ello. Y el quinto, Celentano, que escribe en castúo, es maravilloso, y, como mezcla muy equilibrada, se tiene ni más ni menos que por lo que es, con lo que da gusto tratarle.
A Fulano le faltan aún unos cuantos escalones para poder doctorarse, pero no quiere resolverlos; se siente cómodo en su lugar de aficionado. Lo de echarse medallas a la ligera es para él una forma de crecerse y contentarse.
Mengano es, en el fondo, un escritor acomplejado y ello no es más que la expresión de una incompetencia; y eso en el arte y los altares no se tolera.
Zutana quiere vender y vender sus libros, quiere ser leída, en tanto se sabe genuina, y yo estoy con ella, puesto que entiendo que sus libros merecen mucho la pena. Cualquier día le regalo un espejo para que vea en él la supernova que es.
A Merengana le falta tomarse un poco más en serio, a fin de asumir que la literatura es mucho más que mero juego. Lo de pavonearse, se lo tengo como una especie de combate del aburrimiento; ¡yo qué sé! De narcisita deporte. ¡Allá ella!
A mis ojos, Celentano quizás necesite un poco de gas, pisar más el pedal, porque quien hace un cesto hace cientos; y en cuanto a lo de su naturalidad, me consta que nada se la va a cambiar.
¿Y en cuanto a mí (de quien tanto hablo en estos mis artículos)? ¿Qué hay de mí? ¡Otro Dalí!
Yo defiendo una obra colosal: dos millones de kilos de harina trabajados a pala y más de seis mil páginas escritas (Y LO PUEDO DEMOSTRAR). Que nadie me haya reconocido mis hazañas no significa que no sean, y que yo haya recibido sus escuelas es todo un hecho indiscutible que albergo en mi maravillosa mente, que para eso me las he tra-ba-ja-do.
Hay que discenir entre «Luis Breña Gómez» (la persona) y «Luis Brenia» (el artista). El primero es un tipo muy llano, accesible, campechano y de lo más humilde, que quien me conoce bien lo sabe, que, si por bien es, se codea con cualquiera. El segundo ya es otra historia: un peso pesado, un Maestro de Maestros (porque «es así», así, como la historia lo cuenta; y no porque yo me lo invente), una autoridad es sus materias, que son el pan y Las Letras, un perro viejo para el que no hay tus tus, una máquina de escribir, que no de echarse flores porque sí.
Luis Breña Gómez se expresa como el común. Luis Brenia, mediante la tinta, de manera que cuanta parte de mí corresponde a éste, a menos que se trate de misivas, porque entonces o son ambos o es Luis Breña Gómez con la escuela de ser Luis Brenia quien se atreve.
También quiero aclarar que el exceso de vanagloria, u orgullo de la propia valía, cuando se ostenta en demasía, como me ha señalado un estupendísimo amigo, repele, en tanto si es comedido distingue. Yo procuro equilibrar esto, y en parte achaco al hecho de usarme tanto como personaje el que ello pueda malinterpretarse; y señalaré que si tiendo tanto a autoemplearme como personaje no es por ensalzarme sino porque soy la persona que más y mejor conozco, y también porque soy desde siempre un individuo extremadamente solitario y –¡qué le vamos a hacer!– hasta incomprendido.
Es cierto que me considero un Gran Artista; si no lo admitiese no sería sincero; pero eso no significa que me considere más que nadie; soy bueno, muy bueno, en el arte y el horno; pero, por ejemplo, soy un desastre en casi todos los demás órdenes de la vida, un patoso de aquí te espero; y ha habido un día en que se me han desprendido unas lágrimas en el hipermercado porque me di cuenta de que no sabía cocinar casi nada de cuanto me ofrecía. En fin… ¡Es lo que hay!
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