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Queensrÿche (o la noche que cambió todo rápidamente)

Pasó la noche de prisa para Orestes Traven. La noticia hecha fue un relámpago que lo confundió y, durante instantes que le dolieron, apenas si pudo contener una tormenta de profundas emociones.

No fue algo definido; no fue algo confuso, porque aunque el dolor era claro y concreto, tanto a nivel espiritual como físico, darle un nombre era una convención tan frustrante como amarga. Pasó la noche, dije, de prisa para Traven. Todo fue una sucesión de consecuencias lógicas, abstractas y sensibles. Se mesó la barba y toda la contrición de su rostro se contuvo y alcanzó a suspirar mientras ponía un par de mensajes a algunos amigos, al trabajo. Suspiró y mientras la noche lo abducía dejó cabalgar algunas exhalaciones, un par de lágrimas. A medida que las burocracias de la muerte hacían más concreta la ausencia, también lo llevaron a la infancia, al mundo que desde esa noche, que pasó de prisa, sería el punto de encuentro con él; donde ya no habría dolor, o esas muecas de vidas pasadas que ahora serían todas a la vez. La percepción del mundo siempre le resultó apática a primera vista, pero en verdad funcionaba como caja de resonancia y liberación del dolor ajeno; cada grito, cada fragmento apacible de locura le llenaban la cabeza de esos ruidos violentos y lo transportaban donde muchos no podrían ver por la oscuridad latente… él, sin embargo, avanzaba porque no toda luz refulge o ciega. Con esa barbarie tan simple y natural de los días que vivimos averiguó cómo serían las exequias, qué  tanta formalidad reducida le permitiría a él y su breve familia encender la última nave en la cual lo vería partir. Se ocupó, inspiró y dijo lo esperado a algunos asistentes, luego encendió un cigarro y recalculó cada frase que había heredado esa misma noche rápida y breve.

Cerró su aura y anduvo un rato entre dos mundos. Con liviana tristeza construyó una suerte de cabaña… o caserío… o lo que sea. Y allí decidió quedarse algunas horas, asentando con humo negro y algunas copas lo que sería un nuevo espacio para andar cuando no todo fuera simple de este lado. Una voz dentro de alguna idea medio rala en su cabeza le preguntó “¿Por qué?”

“Porque esos seres nos han inventado desde la nada, con recuerdos convertidos en anhelos para otros, para los suyos…”

Bebió un poco más, acicaló su mirada y continuó despidiendo a los otros, como si fuera el estandarte que quedaba en pie de una comarca algo distinta. Mientras todo seguía sucediendo, velozmente, no pudo evitar que alguna canción estúpida en la radio lo hiciera sentir aliviado de ser un arquitecto de la evasión, y consiguió tapar esas palabras mal pronunciadas a propósito con algún fragmento menos hablado, pero igual de fastidioso. No es que los otros no pudieran entenderlo… es que no serían capaces de hacer el esfuerzo, ya estaban sedados por monocordes ritmos y colores, con textos vacíos, con luces de neón que parecían aburridas de quemar insectos tan fácil. Vino a su cabeza: “Cuando le pregunté, describió un millar de vidas. En cada turno, un indicio de lo que uno tiene que aprender. Ahora he leído los pensamientos de los filósofos, las palabras de los mentirosos, que dicen que estoy por debajo de su valor”. Se balanceó casi imperceptiblemente al compás de ese rock progresivo y poderoso.

Todo acabó tal y como empezó. La madrugada dejaba paso a lo que vendrá. Se fue a su casa a cambiarse de ropas antes del resto de eventos programados. Era un tipo duro, había pasado mucho, y ahora tendría una anécdota más. Mientras preparaba un desayuno ligero a base de cerveza y huevos fritos puso muy fuerte Queensrÿche en su viejo equipo JVC, su gato negro salió de algún sitio, ronroneando y como alegre por volver a sentir vibraciones progresivas en sus bigotes. Se refregó en Orestes, y ambos vieron entrar el primer Sol de otro estúpido nuevo día, boxeando con las rejas de la ventana. Suspiraron al unísono, la música grave los envolvió.

Se pegó una ducha rápida, como todo lo sucedido, y salió rumbo al cementerio.

Sebastián Abdala Contributor
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