No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de brillar.
No es necesario ser nadie más que uno mismo.
Virginia Woolf, escritora británica
Hubo un tiempo en el que fui joven y estúpido. He perdido la juventud mucho más deprisa que la estupidez, que obstinadamente se niega a abandonarme del todo. Sin embargo, muy a su pesar, su poder se va atenuando y dejando paso, poco a poco, a una suerte de estado de reflexión en el que me sumerjo a menudo para meditar sobre lo que he hecho y sobre lo que estoy haciendo en la actualidad. Pero, por encima de todo, reflexiono sobre por qué hago lo que hago.
Antes de continuar, he de hacer un inciso, y es que no quiero ser malinterpretado: aunque la juventud siempre va a aparejada a una relativa inexperiencia, es evidente que ser joven no es sinónimo de ser estúpido.
Pero, como iba diciendo, mi propia experiencia, entendida como la acumulación de sabiduría derivada del aprendizaje a través de ensayo y error, me ha ayudado a darme cuenta de que nuestro paso por el mundo, y la huella que en él dejemos, será tanto mejor cuanto más nos centremos en dar y menos en recibir; cuando nuestro esfuerzo esté más orientado hacia la colaboración que hacia la competición; cuando las cosas que de verdad importan logren estar en el lugar que les corresponde dentro de nuestra mente y de nuestro corazón. Parece fácil, pero creo sinceramente que es la tarea más difícil que la vida nos encomienda.
El testimonio que leerás a continuación es el de un escritor que prefiere conservar su anonimato en esta ocasión. A través de ese testimonio trataré de explicar lo que quiero decir. Después, podrás reflexionar también sobre ello y conformar tu propia opinión:
«No puedo quejarme de cómo me ha ido la vida. Cuando echo la vista atrás pienso que podría haber sido peor. Sin embargo, a trancas y barrancas, conseguí superarme a mí mismo y esculpir a fuego una imagen mejorada de mi persona. No fue fácil ni he acabado el trabajo. La imagen resultante no parece ser aún lo suficientemente buena.
Mi historia no es especial. Nunca he hecho nada relevante. He plantado algún árbol y he escrito algunos libros, por supuesto. Y lo más importante, sin lugar a duda, ha sido contribuir al nacimiento de mis hijos. Pero eso no define una vida especial, ¿o sí?
He dejado algunos muertos en el camino y es lo que más lamento. Esos muertos me acompañarán el resto de mi vida, como fantasmas espectrales con los que tengo que convivir. A veces guardan silencio mucho tiempo y me permiten sonreír durante una temporada, y doy gracias a la vida por ello. Pero otras, se hacen oír con mucha fuerza llamándome en la oscuridad de la noche para pedirme cuentas. Ellos conocen las respuestas. Aun así, preguntan una y otra vez lo que ya saben: ¿por qué lo hiciste?, ¿por qué obraste así?
En esas ocasiones, quisiera volver al pasado y cambiar todas las decisiones en las que erré. Cambiar de un plumazo el curso de mi propia historia. Pero luego pienso que es el precio que debo pagar por seguir avanzando. Y es justo lo que hago: seguir adelante.
Hubo un tiempo, cuando era joven y estúpido, e incluso un poco después de eso, siendo ya menos joven y tal vez más estúpido, en el que me creí con derecho a mostrar mi propio brillo a costa de lo que fuera. Yo tenía algo que mostrar al mundo y el mundo debía escucharme. Yo merecía más de lo que recibía. La vida estaba en deuda conmigo.
Cuando los focos de tu propia ambición te iluminan, querido amigo, pierdes la imagen real de las cosas; las caras que te observan se difuminan y no reconoces entre ellas a tus seres queridos ni a tus amigos. No ves sus rostros, y su importancia se torna relativa. Sus necesidades pueden esperar todo el tiempo del mundo a que les prestes tu atención mientras te dedicas a mirar la luz que deseas que te ilumine. Y eso es lo que haces, miras tu propio ombligo, donde la luz se refleja con más intensidad mientras tú te regocijas de su resplandor.
Tu necesidad de reconocimiento se convierte, sin que tú lo adviertas, en la zanahoria atada a la liebre que la obliga a correr tras ella sin posibilidad de alcanzarla.
Y en ese momento estás en medio del escenario representando tu obra; los focos te iluminan y te sientes el centro del universo. No puedes ver los rostros de un público que imaginas llenando la sala, expectante. Los otros actores te rodean y te sonríen. Te lisonjean y te adulan. Todo es perfecto mientras los focos te alumbran.
Pero los focos se apagan en el momento más inesperado. Eso fue lo que me ocurrió a mí. A decir verdad, los focos nunca me alumbraron. Todo formó parte de una fantasía de mi mente enferma de un egoísmo narcisista. Las luces de mi platea particular se encendieron de repente, sorprendiéndome sobre el escenario, interpretando una obra despreciable. Entonces pude mirar al público, aquel que yo creía abundante y entregado. ¿Qué creéis que vi? Nada. Los asientos estaban vacíos. No había nadie esperando el final del acto para aplaudir. Solo la primera fila estaba ocupada por aquellas personas que representaban lo que de verdad importaba en mi vida. Una sola fila de asientos en las que hombres, mujeres y niños con ojos húmedos me miraban con compasión.
Me sentí sucio y desnudo en mitad del escenario que yo mismo había creado. Caí al suelo al tiempo que observaba por el rabillo del ojo cómo me abandonaban los actores que hasta entonces me habían acompañado, jaleándome para que continuara con aquella comedia absurda. Cuando pensaba que tendría lugar la peor muestra de insultos y abucheos que un deplorable actor hubiera merecido jamás, alguien de aquel pequeño grupo se acercó y se sentó junto a mí. Yo quería tapar mi desnudez, ocultar mi vergüenza, pero eso no pareció importarle. Aquella persona no dijo nada. Solo se quedó allí, sentada a mi lado. Pude sentir su dolor desgarrándome por dentro. Pero el amor que emanaba de ella era más poderoso. Me obligó a levantar la cabeza para mirarla y pude ver el halo dorado que la envolvía. No me pareció que fuera consciente de eso, ni que tuviera importancia para ella. Permaneció allí, sentada a mi lado, sufriendo conmigo y sufriendo por mí, hasta que el resto del pequeño grupo se hubo marchado y el teatro quedó vacío y en silencio.
Algo dentro de mí cambió en ese mismo instante. Algo mágico que me hizo comprender que siempre brillé, en cierto sentido. La verdad estuvo todo el tiempo delante de mí y hasta ese momento no fui capaz de verla. Era tan sencilla que mi propia estupidez pareció reírse de mí a carcajadas cuando pude comprenderlo. Solo tenía que ser yo mismo, solo debía interpretar mi papel ante aquel público selecto que siempre estaría dispuesto a llenar la primera fila del teatro”.
Las palabras de Virginia Woolf sirven de colofón al relato del escritor anónimo: No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo.
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