…La oscuridad persiste, por más que avanzo.
- Sinuhé, tengo miedo…
Apenas pronuncio la última palabra, una sombra salta ante mí de entre las tinieblas:
- ¿Quieres que te pegue?
- No, no – respondo, intimidado ante una voz juvenil pero grave, que ha lanzado su amenaza con la naturalidad de quien sabe que puede cumplirla.
- Si quiero, te pego.
- ¿Y por qué ibas a pegarme?
- ¿No quieres que nos peleemos?
La sombra parece defraudada por mi mansedumbre, y aun así se adelanta un paso. Yo salto hacia atrás.
- Venga, hombre. ¡Amigos pues!
Veo ante mí a un joven garboso y desaliñado, con un no sé qué salvaje, fiero, que atenúan la sonrisa franca y las manchas de barro y mugre que adornan su cara como la de un rapaz travieso.
- ¡Yo puedo pegar a todos! – insiste bravucón, pero sólo para destacar el valor del nuevo amigo que me he echado-. Llámame Zalacaín.
Súbitamente el sol incendia el follaje de los árboles, y descubro en claroscuros de verdor y oro el bosque que nos acoge.
- ¡Esta es mi escuela, el monte! – afirma orgulloso el muchachote, palmeándome la espalda.
Zalacaín no dice más, y me hace un gesto para que le siga. Y eso intento durante un trecho, asombrado de su comunión con el entorno, su agilidad para culebrear entre los troncos podridos, las rocas semiocultas bajo la hojarasca de los robles, los caños embravecidos de aguas gélidas… Hasta que al fin, magullado y sin resuello, me rindo:
- No puedo más.
- ¡Vamos, levanta! ¿No ves que nos perdemos la guerra?
- ¿Qué guerra?
- La guerra es siempre la guerra.
- ¿Y cuál es tu bando?
- El de los valientes.
No necesita Zalacaín refrendar lo que dice, ni alzar la voz para convencer a nadie de su verdad. Todo el monte enmudece y asiente cuando él habla.
- No puedo seguirte –confieso.
Y por primera vez rompe a reír, y no sé si es su risa lo que oigo o un salto de agua o el fragor del bosque entero.
- ¡Pues claro que no! ¡Ya te lo dije, hombre! ¡Yo les pego a todos! ¿Quieres que te pegue?
- No, no.
Zalacaín me golpea amistoso con el puño en un hombro.
- Tira por allí, anda, tras las rocas esas cubiertas de musgo. Y que te vaya bien.
Y me abraza como si hubiéramos sido amigos siempre. Ya no está. No sé en qué momento le he perdido de vista, como si el bosque lo hubiera cubierto con su capote. De pronto oigo disparos, gritos de hombres: <<¡Alto! ¡Alto!..>>
Desde que Zalacaín me ha dejado, vuelvo a sentir miedo, y corro hacia la roca con musgo. Pero me río, me río mientras resuenan los disparos. Y antes de retomar mi camino de libros amarillos, yo mismo me sorprendo gritando:
- ¡Él os puede pegar a todos!
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