Lloraba amargamente. Y lloraba por doble motivo. Uno, por olvidarse del día de clausura de la exposición, del que tenía conocimiento desde el mismo momento de su inauguración, seis meses atrás. Y dos, por la pérdida de ellas, de su proximidad, de sus caras, de la cercanía real de sus formas a pesar de la prohibición total de ningún tipo de contacto. Y no lograba tener consuelo ni en las palabras sinceras del guarda de seguridad con el que había entablado una complicidad inhabitual en él, fruto del trato diario en estos más de 180 días.
Amadeo había venido, jornada tras jornada, fiel a su cita, ausentándose sólo los lunes, día de cierre del museo. Entraba a las 9, tomaba un descanso para comer poco en unos jardines interiores, y continuaba hasta las 19 horas en que amablemente le solicitaban salir para cerrar. A sus 69 años no era un chiquillo y la madurez adquirida le daba un nivel muy particular en cómo percibir las cosas, los detalles, la visión en general de la vida.
Jamás había salido de su ciudad condicionado por sus problemas físicos y con temor al resto del mundo fuera de su zona de confort, de los espacios que domina y conoce y, a la vez, le conocen.
Amadeo nunca conoció el amor en pareja, solo se lo planteaba platónico, espiritual, silencioso para una de las partes, que le diese lo que necesitaba al que era consciente de ello. No valía para demostraciones cariñosas, o al menos eso creía, aunque lo cierto es que su cojera infantil y su estatura, muy por debajo de la normal, eran el escudo perfecto para que su mente rechazara cualquier intento de acercamiento a las féminas.
Muchos años atrás, demasiados como para haberse convertido en obsesión, conoció, por una de las revistas culturales que solía ojear en la pequeña librería de barrio que regentaba, la historia de Henri Toulouse-Lautrec quedando impactado. Se llegó a tomar la vida de este como propia hasta el punto de creerse su reencarnación, pero fallaba el arte que el francés tenía y él carecía. No sobresalía en pintar, ni en escribir, sus dos grandes pasiones.
Sus problemas físicos, el rechazo social, su carácter huraño, la fascinación por los locales de ocio nocturnos donde era más invisible, donde observaba sin molestar a artistas, camareras, bailarinas y alguna clienta despistada, eran algunas de las particularidades compartidas que rondaban una y otra vez en su cabeza para seguir teniendo al pintor siempre presente. En concreto, le gustaba, como a Toulouse, sentarse discreto en un extremo de alguna de las salas que frecuentaba para, desde allí, con disimulo que evitara cualquier sospecha de acoso ni pudiera llegar a molestar, buscar elementos físicos y/o atuendos femeninos que lograran alcanzar en él una atracción impresionista, como solía decirse él, un estímulo sexual, un motivo placentero para justificar su presencia allí esa noche.
Un día, más de seis meses atrás, la vida le sorprendió con el anuncio de la exposición de gran parte de la obra de su artista fetiche. Fue un artículo leído de nuevo en una de tantas revistas que repasaba en la comodidad de su establecimiento. “Es un regalo, sin duda. El mejor regalo que nadie podía ofrecerme” se felicitaba de inmediato nervioso pensando en el día de apertura.
Consiguió entradas anticipadas, a pesar de la perplejidad de las personas que atendían el punto de venta, para todos y cada uno de los días que permaneció abierta la muestra, a donde acudió, incluso, hasta cuando estuvo una semana aquejado de un rebrote de su artrosis crónica.
Cada día estaba el primero para entrar, sin importarle madrugar ni el abandono que supuso, durante todos esos meses, de sus obligaciones en la librería. Una vez dentro de las espaciosas salas, la emoción de tener la obra del artista, junto a la excitación de la contemplación de la misma, le hacían perder la noción del tiempo sentado horas y horas delante de cada lienzo. En múltiples ocasiones cerraba los ojos mientras mantenía una fogosidad interna luchando a tres bandas: actividad mental intensa en su cabeza atrapando nuevas pinceladas que evocar en un futuro, aceleración rítmica en los latidos de su corazón y agitación en la marejada que en su entrepierna se acababa originando. Nunca estuvo carnalmente con ninguna mujer, pero aquello tenía que ser lo más parecido a un orgasmo, aunque lejos de los jadeos, gritos y frases entrecortadas propios de aquel. Estaba convencido de ello a tenor de la cara risueña con la que volvía a entreabrir los ojos y que, los primeros días de la exposición, casi le cuesta la expulsión del museo por creerle bajo los efectos de algún tipo de droga.
La contemplación de la obra del artista supuso para Amadeo la fijación de los elementos singulares que más le seducían de las mujeres. No es que una vez descubiertos estos en una chica fuera a ser capaz de aspirar a ella, no. La meta era gozar de ellos en su silencio inalcanzable y durante el tiempo que durase la imagen encontrada. Una espalda al aire como en la “Femme à sa toilette”, un escote generoso como en “La Goulue llegando al Moulin Rouge”, un paso de baile como en “Jane Avril bailando”, una media visible que recordara a “Mujer subiéndose la media”, poses femeninas como en “Salon Rue des moulins”, aspectos desaliñados igual que en “La Lavandera” o en “Suzanne Valadon” o nalgas generosas, como en otros muchos cuadros de Toulouse, dejaban en Amadeo una sensación de placer no compartida que satisfacía sus necesidades sexuales más básicas. Desde la distancia, admiraba esa sensualidad que le ofrecían, o más bien la robaba, sin más pretensiones.
Se centraba casi exclusivamente en aquellas obras con representación femenina. Tener a diario los cuadros originales, sabiendo que no son meras copias en papel cuché como habitualmente las había apreciado, contemplarlas durante un tiempo suficiente para captar todos los trazos de cada brochazo, oler su pintura, oír sus escenas en su cabeza, sus músicas, sus sonrisas, las curvas insinuantes de las señoras o la carne mostrada sin tapujos, a la vez que estudiar las facciones femeninas en aquellas caras tan sensuales, supuso una cada vez mayor dependencia hacia esa rutina placentera que se había instalado en su vida, olvidando que la misma tenía fecha de caducidad.
Una vez cerrada la visita diaria, sólo pensaba en la hora de regresar de nuevo la siguiente mañana. A veces, pocas, se permitía, más como ejercicio práctico de lo aprendido de los cuadros que por voluntad suya, ir a algún garito a repetir su conducta de siempre, aislado, callado, observador paciente, intentando encontrar una mujer, nueva o conocida, que plasmara alguna de las virtudes que él creía haber hallado en los frescos.
Esa obsesión le pasaba factura cada día, al menos en su indumentaria y cuidado higiénico. Poco a poco, perdió interés por cualquier cosa que no fuera estar dentro de aquel museo. En alguna ocasión esa dejadez fue comentada por el guarda que hoy lo consolaba, no porque a él le molestara, si no por el resto de visitantes que cada vez ponían peores caras a la constante presencia de un tipo mal vestido y peor oliente.
Y allí seguía Amadeo llorando, angustiado, mirando una y otra vez a la entrada familiar del recinto en donde ya no colgaba el cartel anunciador de la muestra. En donde ya nunca más tendría su intimidad pictórica, su éxtasis mental con figuras de colores vivos salidas de la mente de un creador único, genial, imprescindible para él.
Con barba de seis meses, ropa raída, cara famélica y hundido en su triste destino, se acordó de la mujer tumbada en la cama que refleja Toulouse en “Sola”. Adoptó la misma postura, boca arriba con los brazos y piernas estirados. Cerró los ojos mientras evocaba los tonos cálidos ocres, blancos y azules, los rasgos delicados de trazo sutil de su cara, su pelo rojo y el sencillo vestido lleno de feminidad. La excitación regresaba de nuevo, tal vez por última vez. Sonrió, como tantas y tantas veces había hecho durante todos esos maravillosos seis meses. Sintió mezclarse mente, corazón y sexo una vez más, una última vez más. Sabía que ya no volvería a sentir todo ese cúmulo de sensaciones, al menos no con la intensidad de aquellos meses.
El amor por esas pinturas, la atracción que las mismas hicieron en él, la sexualidad propia de alguien diferente al que no todos quieren conocer, ni él se deja, la pasión irrefrenable hacia ciertas prendas femeninas y su lujuria bien contenida con las formas y maneras que él desea en una mujer, expresadas en la colección de Toulouse, no podían superarse tras el adiós traumático de la obra que tanto había anhelado tener cerca.
La separación de ellas, la pérdida de esas mujeres, sus mujeres, quebró definitivamente su ánimo e hizo que cerrara sus ojos húmedos esperando un mal final que no tardó en llegar.
¡Enhorabuena, José Luis!
El relato va in crescendo hasta lograr ser tan evocador como perturbador.
Gracias.