Zutano, ahí donde le ven, a sus sesenta años de edad, vive, y lo hace (o cree hacer), como siempre, hacia adelante. ¿Mas no será al revés? –Se pregunta–. Él ya ni lo sabe, aunque admite que siempre creyó dirigirse hacia el futuro, en tanto era lo que el presente parecía a todas luces brindarle. ¿Pero, cual si fuese un cangrejo, y en tanto las apariencias engañan, no sería al contrario?
Sostiene Zutano (que no Pereira) que, pasando el ecuador del medio siglo de vida, comenzó a sospechar si no procedería del futuro y sus pasos se encaminaban hacia el pasado.
La cosa comenzó por ahí.
¿Cómo salir de dudas? –consideró Zutano–. ¿Qué pasaría si en vez de avanzar estuviese retrocediendo? ¿Acaso estarían el calendario y el reloj equivocados y desorientados? ¿Qué demonios era eso de la curvatura de tiempo, hablando en plata?
Tal vez, efectivamente ocurriese que su vida discurriese hacia el porvenir, pero… ¿y si fuese su prójimo el que, viniendo de este, fuese hacia el pasado? ¿Pero por qué consideraba ahora a los demás, y máxime cuando alcanzaba a clasificar a sus contemporáneos como neardentales, cromañones, homo sapiens sapiens e, incluso, como él, homo supra sapiens, todos embarullados y sin etiqueta? Zutano se encontraba un tanto perdido ante tan grande enigma. ¿Había alguien a quien preguntar? ¿Sabía alguien más que él de cuánto desfilaba por las íntimas pantallas de su mente? ¿A quién acudir si no a sí mismo? ¿Acaso no comportaba ello la cerrazón de un bucle? Lo cierto era que la realidad era una especie de suceso en y de su mente, ya que todo acontecía en y desde tal; mas era tan misteriosa, infinita e insondable la mente… ¿Cómo abordarla si hasta los mismos cerebros animales nos resultaban completamente opacos e insondables? ¿Cómo sería ser, por ejemplo, una mantis religiosa, o un pez, un pájaro o un ficus?
Zutano se definía como creyente, aunque no al uso, en el sentido de que entendía que toda su vida era una especie de metáfora de algo mucho más grande que le aguardaba tras las puertas de la muerte, la llave de todos los enigmas y La Gran Oportunidad Definitiva.
La realidad, el mundo, el hombre… eran tan perfectos que no cabía dudar de que fuesen creaciones supremas, divinas. ¿Si no… cómo?
El caso era que, como si ya lo hubiese vivido, a veces el futuro se le antojaba a Zutano recordable; el presente, una efímera cárcel; y el pasado, un complot; de manera que, a fin de tratar de organizar el gran desbarajuste que cortejaba a su mente, se procuró una curiosa teoría menos embarullada y que obedecía a lo siguiente: en realidad el pasado y el futuro eran los polos de una aguja en cuyo centro se afincaba el presente (y daba igual atribuir el pasado al polo norte como al sur, el caso es que el futuro se fijaba siempre en su extremo opuesto, y viceversa). El tiempo no era un curso, sino un polarizado flujo por el que se aventuraba no del todo a su sayo su mortal vida.
Zutano se imaginaba al caso un cilindro de una caja de música, con sus pestañas o dientes de lo más calibrados, que, al cruzarse con la manivela, producían sus correspondientes notas para formar la melodía de la vida. Dependiendo del diámetro del cilindro y de la velocidad con que se girase el manubrio, así era la duración de la ejecución. Todo estaba escrito; no cabían accidentes, y de ahí la elasticidad y juego que nos procuraba nuestro libre albedrío.
Y Zutano pensaba que, a lo mejor, lo que pasaba era que en tanto uno iba desde sí como hacia el futuro, su prójimo procedía de tal. Y que los demás nos trataban como nos trataban no por cómo nos habíamos portado con tales en el pasado sino en el futuro. Y también que no había un infierno, un purgatorio y un paraíso, sino millardos de millardos; tantos como estrellas. Y así uno debía responder luego, al fenecer, de cómo se había portado con cada cual, y, en vista de ello, merecería su más o menos tórrido infierno, su zozobrado purgatorio o su cielo angelical. Y todas las personas, absolutamente todas, teníamos que pasar por semejantes experiencias, en tanto ello formaba parte de la condición humana.
Pensaba Zutano si acaso todo no sería recorrer el perímetro de una colosal circunferencia, o acaso un anillo de Moebius, ora por aquí, ora por allá, para, tras morir y responder, volver a nacer para disfrutar de una nueva oportunidad y así ad infinitum, viviendo todas y cada una de las vidas con que convivimos, las de los distintos seres que pueblan el orbe y, muy especialmente, las de nuestros semejantes.
Pensaba Zutano que no sabía del todo meditar, que el ejercicio de pensar solo era una muy rudimentaria manera de alzar inapropiadas hipótesis según sus siempre pobres nociones de sus concepciones acerca de la realidad y el maravilloso hecho de vivir, una mera entelequia; que, si no fuese por las propias contaminaciones del alma y el espíritu, el pensamiento no pasaría de ser una cutre ecuación sin ton ni son, ni pies ni cabeza; que la verdadera sabiduría no estribaba en armar la ciencia sino en hilar la poesía, que era lo más elevado que, aunque pareciere un ideado cuento chino, un hombre podía alcanzar.
Decían los viejos del lugar que la vida era para saberla vivir y también circulaba la afincada coletilla de «¡a vivir, que son cuatro días!».
¿Qué hacía él tan perdido en tan irresolubles cuestiones filosóficas? ¿Qué quinto pie le estaba buscando al gato? Desde luego que no era el primer hombre que incurría en tales tipos de pensamientos ni sería el último. ¡Qué bello era vivir! ¡Qué maravilloso que, aun cuando la vida pudiere ser una lata, era estar vivo! ¡Y qué enriquecedor contarlo!
Si volviera a vivir… salvando una o dos semanas, ¡repetiría!
¡Quién dijo miedo!
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