«La paciencia es necesaria. No se puede cosechar de inmediato lo que se ha sembrado»
Soren Kierkegaard, filósofo y teólogo danés
El impaciente vive anclado en el futuro, colgado de una espera que le inquieta y le preocupa. En cuanto ese futuro se hace presente y los hechos esperados ocurren —o no— el impaciente vuelve a sufrir su ansiedad anticipatoria que lo mantiene expectante ante los hechos venideros.
De acuerdo con Plutarco, Kant decía que la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte. Sin embargo, la realidad que vivimos complica enormemente el cultivo de esta virtud. La inmediatez nos arrolla alentada por los avances tecnológicos, sobre todo, aquellos relacionados con la comunicación. Esperar es un verbo que no está de moda.
Podría deducirse de esa urgencia con la que vivimos en la actualidad que hay una mayor atención en el aquí y el ahora, que vivimos atentos a lo que ocurre en el presente, pero esa impresión es solo un espejismo, porque lo que ocurre es justamente lo contrario: el ahora es despojado de su verdadero significado, convirtiéndose en un mero trámite apremiante para conseguir un objetivo que apenas alcanza a vislumbrarse en el futuro y cuya consecución se espera impacientemente.
El que espera desespera, dice la voz popular. Este verso de Antonio Machado contenido en los proverbios y cantares de su obra Campos de Castilla, nos muestra la actitud del impaciente: la desesperación.
Desespera el comensal que aguarda por su ración, el que está en medio de la cola de cualquier organismo público o en la caja del supermercado, el que espera el autobús —me matan en Canarias si no digo «guagua»—, el que ha enviado un wasap hace diez segundos y no ha obtenido respuesta; desesperan los padres cuando los hijos se retrasan diez minutos, desespera el que espera el ascensor que parece haber subido al quinto infierno, el que descarga e instala un programa en el ordenador, desespera la cita esperando a su cita, el que ansía un nuevo capítulo de su serie preferida y desespera el lector esperando impacientemente a que yo salga de este bucle agobiante.
La impaciencia tiene, como hemos visto, un componente cultural adquirido, pero tal vez el componente más importante sea el psicológico. Debemos aprender a cultivar la paciencia. Para convencernos de ello, es importante tener en cuenta las ventajas de ser paciente. En primer lugar, la paciencia nos protege de las situaciones adversas con la que nos permite lidiar sin desesperarnos. Por otro lado, nos ayuda a mantener en ciertos momentos una actitud pasiva y observante que nos invita a reflexionar y recapacitar en determinadas situaciones, redundando en la elección de mejores decisiones para resolver los problemas. Algunos estudios relacionan la impaciencia con el aumento del estrés y la depresión, así como con una mayor experimentación de sensaciones negativas; por lo tanto, la paciencia tendrá efectos contrarios a estos, es decir, disminución del estrés y aumento de la experimentación de sensaciones positivas.
Según los expertos, el primer paso para ser paciente es reconocer que no podemos controlarlo todo, que hay muchas cosas sobre las que no podemos influir. Un segundo paso es evitar enfocar nuestra atención en aquello que nos preocupa y nos impacienta. La vida transcurre de todos modos. Si estamos todo el tiempo pensando en lo que nos desespera, solo conseguiremos empeorar nuestro estado de ánimo y los pensamientos negativos vendrán en tropel a hacerse un hueco en nuestra perturbada mente. Dediquémosle, pues, solo un rato. El suficiente como para saber que el problema está ahí, pero entendiendo que no es lo único que está. Hay muchas otras cosas de las que ocuparnos sin preocuparnos. El tercer paso es no darnos por vencidos. Debemos perseverar. El impaciente tiende a tirar la toalla demasiado pronto. Así el comensal abandonaría el restaurante y se perdería una comida deliciosa y el de la cola no conseguiría hacer la gestión o dejaría la compra dentro del carrito y habría perdido un tiempo valioso que había invertido en ello. No te preocupes, no continuaré con los ejemplos.
Como reflexión final, retomemos la frase del teólogo danés y recreémonos en El helecho y el bambú, un precioso cuento oriental sobre la perseverancia y la paciencia.
El cuento nos narra la historia de Kishiro, un carpintero deprimido por sus problemas económicos que busca las respuestas a sus males en un sabio anciano que vive en una humilde cabaña en el bosque. El sabio le cuenta la historia del helecho y el bambú. Una planta y un árbol que el anciano plantó al mismo tiempo. Mientras el helecho crecía año tras año y se mantenía verde y frondoso, el bambú no aparecía por encima de la tierra. Pero el sabio perseveró y no perdió la esperanza de verlo brotar. Al quinto año el bambú apareció y comenzó a crecer y crecer, de manera que al sexto año ya era un árbol de veinte metros. Durante todo ese tiempo había estado echando las raíces necesarias para mantenerse en pie. El cuento acaba con las palabras del sabio aconsejando al carpintero:
—Nunca te arrepientas de un día en tu vida. Los buenos días te dan felicidad, los malos días te dan experiencia. La felicidad te mantiene dulce, los intentos fallidos te fortalecen, las desgracias te hacen más humano, las caídas te mantienen humilde y el éxito te ofrecerá brillo. Recuerda, Kishiro, si no consigues lo que anhelas, no desesperes. Quizás solo estés echando raíces.
Espero que hayas tenido la paciencia suficiente para leer este artículo hasta el final. Ya ves que la enseñanza estaba justo aquí. Habrá sido para bien si tus raíces se han visto fortalecidas con ella. Yo, por mi parte, seguiré perseverando y esperaré pacientemente a que esta columna siga ganando adeptos con el tiempo. Si no es así, habrá servido igualmente para hacerme disfrutar escribiéndola.
Para acabar, me gustaría citar una frase del Eclesiastés que es recurrente en Verdades Cruzadas, la novela con la que me inicié en el fantástico mundo de la narrativa, y que resume el contenido de este artículo: Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo.
Un placer leerte, Germán. En la modernidad hemos convertido al paciente en enfermo, y queremos curarlo con prisas.