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Momentos

Como cada miércoles, Alicia Báez terminó de trabajar a las tres de la tarde y, como cada miércoles, subió al coche con la intención de llegar a casa lo antes posible. No fue la prisa lo que hizo que se pasase parte del camino resoplando con impaciencia, sino el agobiante atasco del que culpaba al resto de conductores que, según ella, le imponían aquel calvario en contra de su voluntad. Solo quería recorrer los veinte kilómetros que la separaban de casa y se preguntaba cómo era posible que cada cincuenta metros supusiera un esfuerzo sobrehumano y un montón de minutos tirados a la basura. 

       Subió la ventanilla y activó el aire acondicionado. Encendió la radio e intentó relajarse escuchando música. Misión imposible, claro. El tráfico siempre la sacaba de quicio. Los miércoles más porque era el día en el que tocaba visitar a sus padres, lo que suponía disponer de menos tiempo para almorzar, darse una ducha rápida y volver a la carretera bajo el asfixiante calor de agosto.

       Aquel miércoles en particular había comenzado a torcerse desde muy temprano. Para empezar, se había dejado el móvil en casa. No es que fuera a echarlo mucho de menos, pero los contactos relacionados con su trabajo solían localizarla a través de ese número, y eso era un motivo de contrariedad. En segundo lugar, había abollado el guardabarros de su coche contra un bolardo al llegar a la oficina, intentando aparcar en un espacio demasiado reducido en el que sabía a ciencia cierta que no cabía. Y para rematar el brillante miércoles su jefa había organizado una reunión insufriblemente anodina a las dos de la tarde, cuando sus fuerzas flaqueaban y le apetecía mucho más apagar el ordenador y marcharse a casa que tomar notas acompañada de diez personas grises, de grises ideas y grises miradas. 

       Por último, tocaba visitar a sus padres. Siendo sincera, no era una decisión que hubiera tomado por sí misma, sino que había sido consensuada por sus cuatro hermanos —sí, hablemos de ello, consensuemos este importante punto—, que consideraban a los viejos —como llamaban ellos a sus padres cariñosamente— demasiado ancianos para arreglárselas solos sin la supervisión de alguno de sus hijos. 

       Alicia no compartía esa opinión. A su juicio, sus padres eran perfectamente capaces de apañárselas por sí mismos y no necesitaban de nadie que estuviera pendiente de ellos por si se caían en el pasillo o dejaban abierto el gas. Era por eso por lo que entendía aquel deber moral como una imposición idéntica a la que la sometían los conductores que ocasionaban el horrible atasco todas las tardes de camino a casa. 

       Bueno, tal vez era cierto que la demencia senil de papá dificultaba un poco las cosas, pero mamá era fuerte y siempre había tenido mucho temperamento y determinación. Sobrevivirían sin ayuda. Y seguro que mamá estaría de acuerdo con ella en que la idea de recibir visitas de sus hijos con el único propósito de vigilarlos era tan absurda como deprimente.

       Echó un vistazo al reloj del tablero y comprobó con desánimo que había transcurrido media hora y apenas había avanzado un kilómetro. Un choque múltiple por alcance, pensó; o un vehículo de grandes dimensiones averiado en el carril central, ¡cómo no! Tal vez las dos cosas a la vez. Esas fatalidades ocurrían y Alicia estaba segura de que la posibilidad de que sucediera algo así era directamente proporcional a la prisa que tuviera ella por llegar a casa. 

       Desistió del plan A y activó el plan B. Visitaría a sus padres sin pasar por casa. Allí podría comer cualquier cosa. Quizás algún dulce acompañado de un café con leche. Mamá siempre tenía algo de bollería que aunque no le convenía le endulzaría un poco aquella mierda de miércoles. Después de todo, tendría que quedarse en casa de sus padres hasta las nueve al menos para cumplir con aquel acuerdo (¿realmente había sido un acuerdo?) al que habían llegado sus hermanos (y ella; no debía olvidar que también estuvo en aquella reunión, aunque su voto de nada sirviera). Así que por esta vez se daría el gusto.

       Llegó a las cuatro y cuarto. En cuanto aparcó el coche se dio un respiro apoyándose en el reposacabezas del sillón. Cerró los ojos y contó hasta diez, aunque hacerlo no la ayudó a calmarse ni a pensar en positivo, tal y como aseguraban todas esas publicaciones de las redes sociales. Bajó del coche y le dedicó una triste mirada a la abolladura del guardabarros. Caminó hasta el edificio en el que vivían sus padres. El zaguán olía a carne a la parrilla, lo que la transportó a la época vivida en aquel lugar y también le recordó que no había almorzado. Subió por las escaleras hasta el primer piso fijando la vista en cada mancha que salpicaba la superficie de los escalones, como si alguien hubiera bajado la bolsa de basura chorreando algún líquido asqueroso. Se detuvo delante de la puerta y tocó el timbre. Sin dar tiempo a que nadie contestará, usó la llave que llevaba consigo y abrió la puerta. Lo de tocar el timbre era una manera de advertir a sus padres que alguien iba a entrar en casa. La consigna que sus hermanos habían dado a los viejos era la de no abrir la puerta a nadie a no ser que estuvieran absolutamente seguros de quién se trataba. Otra gilipollez, a juicio de Alicia. Aquella norma le hacía recordar el cuento de Los siete cabritillos, con el lobo al otro lado. El lobo, por supuesto, siempre estaba al otro lado.

       Entró y se quedó mirando en dirección al sofá desde la puerta del salón. José Báez le devolvía la mirada sonriendo. Alicia también sonrió y por primera vez en todo el día su propia sonrisa mejoró su estado de ánimo.

       —Hola, papá —saludó desde el umbral—. ¿Dónde está mamá?

       —Ha salido —contestó él—. Pero no creo que tarde en volver.

       Alicia no dio por buena la respuesta. Le extrañaba mucho que su madre hubiera salido dejándolo solo y, teniendo en cuenta la demencia del viejo, mejor asegurarse de que la casa estaba vacía. La llamó en voz alta sin obtener respuesta y solo entonces entró en el salón y se acercó al anciano. Lo besó en la frente. El viejo recibió el beso con los ojos cerrados, como si saboreara el saludo de su hija menor. Ella se sentó a su lado y volvió a sonreírle.

       —¿Llevas mucho tiempo solo? ¿Cómo estás? 

       Su padre la observó detenidamente. Esbozó una nueva sonrisa antes de contestar.

       —Aquí, esperándote.

       Alicia guardó silencio. Una de las cosas que más la estresaban era saber que sus padres la esperaban los miércoles. Era como tener que ir a dormir a prisión. Nunca contaba a nadie sus pensamientos porque ella misma se escandalizaba de ellos, pero se tomaba  su visita obligada —consensuada, Alicia, no lo olvides— como un castigo. No le gustaba la casa de sus padres. Consideraba la época en la que había convivido con ellos un tiempo pretérito. Como debía ser. Sin embargo, tenía la sensación de que el tiempo se había detenido entre aquellas paredes, con las fotografías antiguas colgadas de ellas como fantasmas mudos ajenos al paso de los años.

       —¿Has tenido un buen día, mi hija?

       José Báez la miraba atentamente. Tenía un brillo especial en los ojos. Últimamente su demencia senil se había agravado y Alicia no era capaz de discernir las veces en las que su padre sabía lo que decía de aquellas en las que desvariaba. Las segundas eran mucho más abundantes que las primeras, de eso estaba segura. Sin embargo, en esta ocasión podía asegurar que el viejo esperaba una respuesta a su pregunta. La cuestión era si sincerarse con él y contarle que había tenido un día de mierda o mentirle para no preocuparlo y responder con un tópico. José Báez pareció adivinar sus intenciones.

       —¿Sabes?, es muy común que la gente diga que ha tenido un día malo solo porque ha sufrido algún percance o haya tenido un mal momento. Esas cosas hacen que todo el día se lleve la misma puntuación y eso no es justo. ¿Te parece que este momento que estamos pasando es bueno?

       Alicia se sorprendió. Hacía muchos años que no escuchaba a su padre hablarle de aquella manera. Casi desde su etapa en el instituto. Él volvió a sonreírle.

       —Por la cara que pones, supongo que tu respuesta en sí, y que has tenido algunos «malos momentos» hoy.

       —Así es —contestó—. He tenido días mejores.

       —Pero también habrás tenido algunos buenos como este. Y tendrás muchos más. Estoy seguro de ello. Solo es cuestión de perder el miedo.

       Alicia empezó a prestar atención a lo que su padre decía. Aún dudaba de que hablara con pleno conocimiento, pero le gustaba que se expresara de aquella manera.

       —¿Perder el miedo?

       —A la vida. Todos hablan del miedo a la muerte y en realidad todos temen a la propia vida. Muy pocos son capaces de vivir como quieren. Nos dejamos llevar; eso es todo. Hay algunas cosas que hacemos y que nos gustan y otras que no, pero consideramos que podríamos estar peor y que, a fin de cuentas, lo que nos ocurre es lo que merecemos. Como si tuviéramos la capacidad de atraer el bien o el mal a voluntad.

       Alicia estaba sorprendida y confundida a la vez. Le gustaba que su padre tuviera aquella claridad mental de años pasados. Profesor de Filosofía, siempre fue un buen orador. ¿Cómo había podido olvidar todas las conversaciones profundas con él? Ahora rememoraba sus miradas cómplices cuando los dos se enfrascaban en una discusión sobre algún tema filosófico. ¿Cuánto hacía de la última? ¿Veinte años? Por otro lado, temía que todo aquello solo fuera un episodio más de su dolencia y que en cualquier momento su padre dijera algún disparate y estropeara aquel instante mágico de conexión entre ambos. Deseó que estuviera sano, y fue un deseo que llenó su mente por completo. José Báez continuó hablando:

       —Siempre has sido más perspicaz que tus hermanos. Sé que querías ser escritora. Y te aseguro que me gustaría que cumplieras ese sueño, porque sé que eso te haría feliz. No sé si te acuerdas, pero un día me dijiste que un escritor es capaz de experimentar todos los momentos que relata con tanta intensidad como si los viviera él mismo. Eso lo capacita para vivir muchas más vidas que el resto. Esa es la magia. ¿Lo recuerdas?

       Las lágrimas de Alicia se deslizaron sin oposición y ella las secó distraídamente con ambas manos. ¿Cuándo había renunciado a su sueño de ser escritora? Probablemente durante el primer año de carrera. Sonrió a su padre y lo abrazó con fuerza. La extrema delgadez del anciano parecía escurrírsele entre los brazos, como si estuviera hecho de aire. Ella se separó y lo miró a los ojos. Necesitaba comprobar que papá sabía lo que decía.

       —Sabes quién soy, ¿verdad, papá?

       —Desde antes de que nacieras —contestó José Báez, confundiéndola nuevamente.

       —¿Por qué me dices todo esto hoy? ¿Ha pasado algo?

       El anciano se quedó en silencio unos segundos. Por un instante sus ojos se perdieron en la nada y Alicia temió que hubiera desconectado de la realidad nuevamente. Sin embargo, volvió a mirarla con aquel brillo especial.

       —Te cuento esto porque sé que no estás pasando por un buen momento y quiero que recuerdes que los momentos son solo eso: momentos. La vida es una sucesión de momentos. ¡Atrévete! ¡Vive! Te convencí de que escribir no era suficiente, pero me equivoqué. Tal vez escribir es lo único importante para ti y, si es así, es lo que debes hacer. Eso debe ser suficiente. Tiene que serlo.

       Alicia se quedó en silencio. No recordaba que su padre le hubiera quitado las ganas de escribir. Pensó en todos los años vividos. No había muchos momentos extraordinarios que recordar. Todo había sucedido de una manera más o menos predecible. Su formación como abogada, sus primeras experiencias con el amor, el sexo y todo lo demás. Nunca tuvo una relación estable y nunca se casó. Tenía cuarenta años y se sentía vacía. No por vivir sola, sino por vivir la vida que otros suponían que debía vivir. Algo que también parecía impuesto, como el tráfico y la visita de los miércoles a casa de sus padres. ¡Cuánta razón tenía papá! Si era su demencia lo que lo hacía hablar así, tenía que agradecerle a esa locura que le hiciera ver lo equivocada que estaba. ¿Se atrevería? ¿Viviría tal y como le aconsejaba su padre? Le parecía extraño haber mantenido aquella conversación después de tanto tiempo sin conectar con su viejo de esa manera, pero le gustó. Le dio fuerzas para replantearse su propia vida. Tal vez la visita de los miércoles se le hiciera más amena a partir de ahora si podía tener una conversación de ese tipo con papá. Ojalá sus neuronas no murieran con tanta rapidez.

       La voz de su padre la trajo de regreso:

       —¿Podrías traerme un vaso de agua, mi hija? Me he quedado seco de tanto hablar.

       —Claro.

       Alicia echó un vistazo al reloj de pared del pasillo: las cinco menos diez. ¿Dónde se había metido su madre? Entró en la cocina y llenó un vaso de agua. En ese momento escuchó la llave girando en la cerradura de la puerta de la calle. Su madre se asomó a la cocina con la cara desencajada y los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Alicia dejó el vaso sobre la encimera y se acercó a ella.

       —¿Qué ocurre? ¿Dónde estabas?

       —¡Ay, mi hija! Se lamentó la anciana. Te he llamado un montón de veces. ¿Dónde estabas tú?

       —Olvidé el móvil en casa. He venido directamente desde la oficina. ¿Qué es lo que pasa?

       —Es tu padre —anunció la mujer entre sollozos—. Se ha ido, Alicia. 

       Alicia no entendía una palabra de lo que decía su madre. ¿A qué se refería con «se ha ido»? ¿Se había marchado? ¿Se había vuelto loco de remate? Su mente confundida no procesó la información de manera correcta y solo se le ocurrió preguntar:

       —¿Se ha ido a dónde, mamá?

       Algo dentro de ella le dijo que, si quería obtener una respuesta coherente, debía hacer una pregunta coherente, y aquella pregunta era estúpida. Su padre no se había ido a ninguna parte porque estaba sentado en el sillón del salón, pero hasta ese día Alicia no sabía que había momentos en los que la locura lo envolvía todo y la vida se antojaba irreal o tal vez demasiado real, y aquel era uno de esos momentos, un momento de locura.

       La madre la miró con pena. Enjugó las lágrimas y contestó:

       —Ha muerto hace dos horas. Está en el tanatorio. He venido a recoger algunos documentos para los trámites. Menos mal que te encuentro aquí.

       Alicia no contestó. Se quedó mirando a la anciana en silencio mientras esta le contaba entre sollozos no sé qué de una embolia cerebral, de la necesidad de hacer una autopsia y de la agonía de no saber qué hacer. Después entró en el salón y se quedó largo tiempo observando el sillón vacío. Su madre la siguió y la abrazó por detrás estallando nuevamente en llanto. Alicia le cogió las manos, arrugadas y frías, y las mantuvo alrededor de su cintura. No lo hizo para consolarla, sino para aferrarse a la realidad mientras echaba un último vistazo a su propia locura. Una amplia sonrisa le hizo curvar los labios. Cerró los ojos y dejó correr las lágrimas mientras pensaba que aquel era un buen momento para empezar a escribir.

Germán Vega Contributor
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