Lo primero que conviene observarse, a tenor de esta narración que acabo de iniciar, es que, del mismo modo que, en su ausencia, puede usted evocar a un tercero, una persona conocida, nos es dado a los escritores abordar a nuestros personajes; tanto que en realidad no se da ninguna diferencia entre ambas estimaciones de sus identidades, la una real y dada, la otra imaginaria y construida o ideada.
Usted recoge en su memoria aspectos de ese fulano con nombre y apellidos, signos inequívocos inherentes a su ser que lo singularizan y destacan; y también de las que son sus interacciones, historias y expectativas. Todo en medio de circulantes océanos de ignorancias que las más de las veces se solapan.
Como escritor, concibo del mismo modo a mis personajes y, si cabe, mi relación con tales (aun siendo sus identidades ideadas) es perfectamente patente y real; de hecho, hubo una vez en la que dos de ellos se compincharon y estuvieron a punto de asesinarme; pero eso es otra historia.
A estas alturas de mi tan dilatada carrera para la edad que tengo, cuento con toda una señora población de personajes, desde animales llanos o animados a cierta parlanchina encina, entes o personas de éste o aquel tiempo y lugar; y, de cuando en cuando, hasta puedo soñar con alguno de ellos, entrando de lleno en su ficción o él, desde la misma, en mi más pletórica realidad onírica.
¡Uy, si supieran cuando soñé con Lord Vermont o el Jovencito Virustein…! ¡Un poco más, y no despierto!
Seguramente usted, aunque carezca de personajes propios, también tendrá su más o menos amplia red de conocidos y asimismo, gracias a la literatura ajena, sus compartidos personajes. O sea, que sabe de qué le hablo, aunque se dé el caso de que el personaje propio comprenda una serie de aspectos y connotaciones de las que carece el personaje ajeno.
Tras estos prolegómenos, les diré que esta noche dormí de un tirón. Como hace tiempo no se me daba. Amanecí con la certidumbre de despertar a un día especial, y… ¡Vaya si lo sería! Eran las ocho de la mañana. Una buena hora para desayunar, fumarme el primer pitillo, asearme y sacar a Ringo a darle su preferida vuelta por los alrededores.
La mañana estaba gris y ventosa, pero no fría; propia de un mes de marzo. Escogí la calleja de la iglesia, a sabiendas de que no me cruzaría con nadie, pudiendo ir a mi entera bola con el perro suelto. Doblé por el huerto de Daniel y enfilé cuesta abajo el camino del cementerio, donde avisté a Alejandro en su cercado atendiendo a las vacas. Le saludé con la mano y un relámpago de silbido, y seguí mi ruta.
En eso que, a la altura del tinado de Teófilo, Ringo se me adelantó, alzando sus generosas orejas de punta, aunque sin que se erizasen los pelos de la cruz, que es algo que solo le sucede cuando prevé un episodio violento con otro can, sobre todo el carea de Pedro, que le tiene una tirria que es para morirse. ¡Si no le conoceré bien!
El perro se quedó parado junto al banco de las mimosas y se puso a olfatear un objeto que, dada mi miopía, no logré identificar hasta que llegué al lugar. Se trataba de un lujoso ejemplar encuadernado en cuero negro, que me pareció un incunable.
¡¿?! Y mil veces «¡¿?!»
¿Quién se habría dejado aquel tan magnífico volumen allí?
Cuando lo tomé, certifiqué su generoso peso, y cuando lo abrí y leí su título me quedé de piedra, pues éste se correspondía con aquél que en su día me inventé y del que se da buena cuenta en mi novela titulada La musa implacable. ¡El paradójico caso de César Nieva, el inspector clave! ¿Cómo era posible?
Oí unas carcajadas a mis espaldas que me resultaron familiares, me di la vuelta y, reconocer a Friedrich Fergusson, el mismísimo Director de La Fábrica del Miedo, me dejó de lo más helado, en tanto sentí en mis paralizadas venas lo que era el pánico en estado puro.
¡Menos mal que de pronto salieron de entre unos matorrales Zorrafina y Lobobobo, la una bellísima y el otro quejumbroso, y me distrajeron!
–¡No te arredres, Autor Mío! –me ladró Pike por boca de Ringo– ¡Ese telépata no sabe ladrar!
–¡Eso, eso! –exclamó a mi diestra la Doctora Romero, protagonista de mi novela corta intitulada La itinerante mano del panadero.
Yo no salía de mi asombro. ¿Qué hacían mis personajes cobrando vida y saliéndome al encuentro?
–¡Quería darte las gracias por lo bien que te has portado conmigo en esta vida! –me dijo Marcial (el alter ego de mi padre en mi novela autobiográfica) al llegar en bicicleta.
–¡Ciertos son los toros! –exclamé yo casi del todo fuera de mí.
–Los toros no; los lobos, bobo –repuso La princesa despierta, sobrenombre de Erika, la nieta de Lupencio, el Jefe de Los Lobos del Condado, el lobo más viejo del mundo.
–¿Qué pensaría Bernardino Guzzi de La Morgue? –dijo Supermyrmex apareciendo de súbito detrás de la pared de pizarra uno de los cercados, toda quitinosa y esbelta.
–¿Tiene tiempo? –me interrogó el Presidente de la utrasecreta Agencia Cibermeteorológica, que llegó en una magnetomoto por el camino de Las cumbres escoltado por una cohorte de fieles dronosoldados.
–¿Un cigarrillo? –me ofreció tan campante Javier, el de la Expendeduría Cava Extremadura.
Me sentí tan bien rodeado que de pronto tuve claro qué era lo que debía hacer para no perder la onda: ponerle a este relato la palabra «FIN» y… ¡Sanseacabó!
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