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Desierto de fuego

Soy un monstruo invisible de dos cabezas.

Con una de ellas me extiendo por la estepa desértica como una víbora. Repto sin huella al ascender por las dunas color miel. Bajo desde el silencio de las alturas áridas con mi rostro oculto en la brisa mientras recorro sereno la sabana interminable. Despliego mi aliento de fuego en las llanuras inmensas bañadas por el océano Índico. Canto con la voz de la sequía en el silbido del aire y derramo sobre el suelo la calamidad disimulada en mis alforjas transparentes.

Despejo las nubes para dejar el cielo límpido por encima de los cauces de polvo rojo, sin agua, donde no pueden saciar su sed los clanes nómadas ni sus camellos famélicos. A mi paso dejo los pastos amarillos, secos, moribundos. Quito las hojas de los escasos árboles raquíticos. Traigo hambre y sed, vengo a sacrificar a los inocentes, a valientes y cobardes, a los ancianos de piel oscura y turbantes blancos. Coloco aquí mi volumen árido para convertir el espacio en una soledad de restos fósiles.

Hago esto y otras cosas horribles en Somalia, en el Cuerno de África.

Mi otra cabeza tiene la mueca de la guerra.

Mi presencia se manifiesta sin sustancia y alborota el cerebro de los hombres. En estos territorios soy capaz de todo. Y, aunque no tengo un sitio preferido, llevo décadas sembrando el odio en las ciudades. Este sentimiento es una peste que aprieta las yemas de los dedos contra los gatillos, arroja granadas, aplasta el suelo con las tabletas de metal de los elefantes grises, en compañía de la muerte, tomado de las alas de los buitres que rondan sobre las tumbas de los cementerios.

Me dejo seducir por el ardor de las batallas donde agito el terror. Impulso la avaricia de los traficantes. A veces traigo soldados a caminar en el polvo bajo el agobio del sol. En otras ocasiones excito el orgullo de los jóvenes y enlazo largas cremalleras de municiones colgadas de sus espaldas flacas. Siembro confusión, pero admito los campos de refugiados con carpas sanitarias donde los anaqueles albergan los algodones y las agujas con los sueros de la esperanza.

Además, me empecino en pintar el aire de la noche con los puntos luminosos de los disparos furtivos. Me deslizo con la levedad de mi esencia por dentro de los huecos abiertos por los proyectiles en los muros de las casas o en las fachadas de los edificios. Oprimo las gargantas de las mujeres hasta conseguir que griten de dolor cuando las veo indagar en los escombros en busca de sus niños calcinados luego de la locura desatada en los incendios.

Merodeo como un sabueso de día y de noche. Bajo el rayo de sol y a la luz de la luna alzo barricadas militares con hierros retorcidos.

Y me ocupo de la historia porque es menester contar con el olvido de estas guerras fratricidas. No debe haber cuerpos despedazados en las páginas de los libros, ni llanto de huérfanos, ni madres buscando a sus hijos perdidos. Para ello dedico mis horas a borrar con esmero las huellas de las catástrofes para lo cual deslizo mi mano de tiempo sobre el polvo y la arena de las ruinas. Con mis caricias de viento modelo el paisaje en geometrías planas o curvas, sin aristas, con suaves bordes redondeados y elimino así los vestigios de la violencia insensata que promulgo.

Cuando mi espíritu se relaja o se aburre con el tedio de alguna tregua de paz empujo muros, y provoco derrumbes en medio de ciénagas de humo, porque amo en demasía el aroma del desastre y la devastación.

Un día la sangre roja cubrirá la piel negra de este mapa arrugado en el cual abrí las puertas del infierno a las huestes de otros pueblos.

Mi alma bicéfala es la alegoría de la muerte, por eso me nutro del crimen, de los fusilados con sus brazos rotos y las ropas destrozadas. Nada satisface mi terrible voracidad por ver los cuerpos lacerados en los combates. Me sosiego al observar las barrigas hinchadas por el ayuno, las lágrimas, los pechos estériles de las mujeres en agonía dando de mamar la última gota de la amargura de la hiel.

Acumulo con esmero los cartuchos de vainas doradas. Ajusto las hebillas de los cinturones de cuero, entrego los fusiles y también instalo el miedo. Hago retumbar el espanto en los oídos. Esa es la melodía que prefiero para ensanchar mi ambición, inflada por la vanidad, como una vela desplegada por la soberbia. Embriago las mentes de los hombres con la fiebre de la locura y deposito en sus labios las propias palabras de angustia mordidas por la ira porque conozco sus dialectos, su lenguaje y su religión.

Detesto las sepulturas, me encanta observar las fosas a cielo abierto con cuerpos recalcados en formas inconcebibles. Quiero manos encrespadas por la desesperación de la huida imposible, cuencas vacías y músculos desgarrados, vestigios, resabios, pies descalzos, estómagos resecos y pulmones manchados de pólvora.

Me hace bien tanto dolor.

Y nunca quedo conforme. No entiendo la lástima, no me conmueven el ruego ni la compasión. No poseo esos sentimientos débiles. Escucho con avidez cómo vibra el suelo con las detonaciones y observo extasiado las llamas de los fuegos nocturnos al tomar altura. Mi suprema recompensa es ver el horror en los ojos abiertos de los niños asustados.

Soy cruel.

Mi estadía aquí lleva muchos lustros y no encuentro sosiego porque el material de mi alma es el mal y mi fastidio por la ternura es inagotable. No sé de qué se trata la culpa, solo conozco la voluntad de destruir este extremo del oriente africano, mi tarea es eterna, no tengo religión que me obligue a postrarme de rodillas apoyando la frente sobre el piso.

El mohín de la pena es mi marca.

No cejaré hasta que los colores de la muerte queden grabados en todos los rostros. Mi paz será el silencio final, cuando ninguna garganta cante en el desierto ni en las poblaciones en ruinas, cuando no quede nadie con la mirada orientada al cielo observando con ojos ansiosos a los astros en busca de alguna respuesta sensata.

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Este relato pertenece al libro Cielo rojo de Raúl Ariel Victoriano. Editorial Autores de Argentina. 2019

© All rights reserved Raúl Ariel Victoriano

Imagen de cabecera: aaron-katz-H7iOtjFJ0FE-unsplash

Raúl Ariel Victoriano nació en la ciudad de Lanús, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha obtenido diversos premios en concursos literarios realizados en Argentina y España. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en antologías de estos mismos países y en revistas literarias de Argentina, España, Estados Unidos, México y Costa Rica. Ha publicado los libros: El sonido de la tristeza (2017), Páginas barrocas (2018), Escarcha (2018), Cielo rojo (2019) y La rotación de las cosas (2020).

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