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El egoísmo

Siempre se repite la misma historia:
cada individuo no piensa más que en sí mismo.
SÓFOCLES, poeta griego.

Se dice del egoísta que se ocupa solo de sí mismo, de lo que satisface sus necesidades, sin reparar en las necesidades de los otros. La primera pregunta que nos viene a la mente es si el ser humano es egoísta o, por el contrario, tiende a la solidaridad y al altruismo.
Dos grandes pensadores dieron sendas respuestas a la pregunta dentro de los respectivos marcos teóricos en los que presentaron sus ideas. Para Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza, y nace libre, aunque se encuentra encadenado. Su Contrato Social cree en esa bondad inherente y defiende la igualdad y la libertad para todos. Sin embargo, Tomas Hobbes hace suya la frase lapidaria contenida en la obra Asinaria, del comediógrafo latino Plauto, para clamar en su Leviatán que el hombre es un lobo para el hombre y que el estado natural del ser humano lo lleva a una lucha continua contra su prójimo.
Por añadir la opinión de un economista al controvertido debate, mencionaremos el argumento del escocés Adam Smith defendido en su obra La riqueza de las naciones, en la que trata de explicar que, si bien las personas necesitan permanentemente la ayuda de sus semejantes, esperar esa ayuda sin un trato que la soporte resulta inútil.
Podría pensarse que el egoísmo ya viene fuertemente arraigado desde la infancia, identificable en el «yo, mí, me, conmigo» de los niños. No obstante, hay que señalar una importante diferencia: los niños son egocéntricos, no egoístas, ya que, como hemos dicho, el egoísmo se refiere a la actitud que nos empuja a hacer todo pensando únicamente en nosotros mismos, y esa actitud está directamente relacionada con un criterio moral del que el niño carece. El egocentrismo se diferencia del egoísmo en que no se relaciona con ese criterio moral, sino con la madurez psicológica. El niño es egocéntrico en tanto que se cree el centro del mundo, y actúa ante cualquier situación como si todo ocurriera en torno a él. Cuando el egocentrismo se da en adultos, por lo tanto, es el resultado de una inmadurez psicológica manifiesta.
Cuando pensamos en alguien egoísta solemos imaginarlo como Ebenezer Scrooge, el odioso y avaro personaje de la famosa novela Cuento de Navidad, de Dickens, amasando fortuna sin importarle los sentimientos del prójimo, ni su padecer ni sus carencias, pero hay otros muchos ejemplos en la historia que se ajustan al perfil, no siempre relacionado directamente con la riqueza. A la mente de algunos acudirán ahora nombres de emperadores, tiranos, dictadores despiadados y todo tipo de psicópatas y asesinos. En cualquier caso, solemos identificar a los egoístas como desagradecidos, manipuladores, caprichosos y poco empáticos.
Una última aportación, que defiende el origen antropológico de la maldad, nos viene de la literatura: de acuerdo con la fábula de León Tolstoi, El origen del mal, este no se encuentra en el hambre, el amor, la ira o el miedo, como postulaban el cuervo, el palomo, la serpiente y el ciervo, sino en la propia naturaleza del hombre que engendra todos esos sentimientos.
En el otro extremo de la balanza se sitúa el altruismo.
Una obra publicada por Springer, Los orígenes del altruismo y la cooperación, realizada por el antropólogo Robert Sussman y el psiquiatra Robert Croninger, señala que el ser humano es altruista y cooperador por naturaleza y descarta la hostilidad y la competitividad como rasgos característicos, postulando una bondad natural más digna de Rousseu que de Locke o Hobbes. Para Robert Croninger, el comportamiento egoísta es propio de una disfunción mental asociada a la enfermedad y a un estado de insatisfacción vital.
En El cerebro altruista. Por qué somos realmente buenos, Donald W. Pfaff afirma que muchos estudios demuestran que los comportamientos de ayuda que aparecen de manera temprana no son producto de la cultura ni de la socialización de los padres, sino tendencias con las que todo ser humano cuenta al nacer. De este modo, la idea central pasa de inculcar en la infancia los valores que se suponen positivos y deseables a alimentar los que ya existen en el interior del ser humano desde su nacimiento.
La sociedad en la que vivimos fomenta la competitividad, la lucha por llegar más allá que el resto, la competición y la oposición al otro. No hay demasiado espacio para el altruismo, para tender la mano, para ayudar al prójimo. Todo apunta a un «sálvese quien pueda» que justifica nuestras acciones egoístas y nos ayuda a liberarnos de la culpa. Puede que nazcamos siendo buenas personas, pero es evidente que el proceso de socialización, el entorno cultural y social y todas aquellas experiencias que vivimos a lo largo de nuestra existencia nos moldean de un modo u otro, y el resultado es esa persona que somos.
Indudablemente, ya sea defendiendo el determinismo cultural o el biológico, tenemos que admitir que el ser humano es extraño, capaz de realizar las acciones más altruistas y las más deleznables. Si cada persona es una pequeña partícula del cosmos como gotas de agua en el océano, es fácil entender que no haya dos partículas exactamente iguales. Entendamos entonces la diversidad en la unidad. Tal vez el mosaico final tenga sentido, pero hemos de reconocer que la división del todo en cada una de sus partes nos ofrece más confusión que certeza. Si es verdad que cada persona es un mundo, la realidad de cada uno de esos mundos es complicada y única. Hay mundos maravillosos que inspiran armonía y amor y hay mundos caóticos llenos de horror y desesperanza. Y, en medio del caos, el equilibrio, el eterno punto medio entre la oscuridad y la luz, desde donde supongo que estoy escribiendo estas líneas mientras ruego no verme inclinado nunca en demasía hacia el lado oscuro del universo.

 

Germán Vega Contributor
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