Si aún pierdes horas de tu tiempo
es que aún no sabes lo que realmente vale la vida.
CHARLES DARWIN, naturalista inglés.
Aristóteles realizó el siguiente planteamiento: considerando que el tiempo consta de dos partes y no de tres —dado que el presente no es considerado una parte por el filósofo griego—, resultaría evidente que el tiempo es algo que no existe, ya que el futuro es algo que será, pero que aún no es, mientras que el pasado es algo que fue y tampoco es ya. De este modo, hablar de algo cuyas partes no existen es lo mismo que hablar de nada.
Sin pretender ahondar en el significado que Aristóteles le da al «ahora», sirva esta introducción para señalar lo controvertido que es hablar del tiempo.
Si pensamos en todas estas expresiones: «con esta decisión ganaremos tiempo»; «pensar en ello es una pérdida de tiempo»; «tu herida sanará con el tiempo»; «date prisa, no tenemos mucho tiempo»; «¡mira qué alto está!, ¡cómo pasa el tiempo», podemos concluir que el tiempo se gana y se pierde; el tiempo cura, el tiempo apremia, el tiempo pasa… Tal vez esta última afirmación es la más lapidaria: el tiempo pasa.
En el ensayo El sueño del tiempo, Carlos López Otín y Guido Kroemer reconstruyen la larga historia del tiempo para explorar su impacto sobre el envejecimiento y la longevidad. Este trabajo va más enfocado a entender las consecuencias del paso de los años que, al parecer, son inevitables, y conocer las claves para llevarlo lo mejor posible y llegar a la senectud en las mejores condiciones.
Pero ¿de verdad pasa el tiempo o es solo una ilusión? Me he hecho esta pregunta muchas veces a lo largo de mi vida, pero nunca consigo hallar una respuesta satisfactoria.
Sin embargo, es muy probable que este año cumpla 55. Lo sé porque nací en 1966 y, dado que medimos cada vuelta de la Tierra sobre sí misma para calcular los días y convertir estos en meses y luego en años, son 55 los que habrán pasado en junio desde mi nacimiento.
Puedo asegurar sin pudor que he visto el paso del tiempo reflejado en mi propio cuerpo. Eso es algo constatable. Mi piel ha perdido su elasticidad, mi pelo se ha vuelto más ralo y gris, mi visión cercana —y hasta la lejana, aunque no por la misma causa— necesita del apoyo de unas buenas gafas…
A pesar de ello, no dejo de imaginar esta vida nuestra como un instante de una realidad para la que el tiempo no significa nada. Y, tal vez con la imaginación que todo escritor tiene en mayor o menor medida, aventuro la evolución y la transformación de esa energía que somos en algo distinto al estado físico.
Es decir, la carne soporta el paso del tiempo hasta donde puede, ese tiempo que nos empeñamos en medir y encasillar en almanaques año tras año. Pero ¿qué pasaría si la energía que da vida y movimiento a esa carne perecedera se liberara realmente y se transformara en algo distinto y maravilloso tras el fallecimiento del cuerpo tal y como aventuró Antoine Lavoisier? ¿Acaso no es así el modo en que nos han explicado la existencia del alma? Agustín de Hipona comenzaba su reflexión con un razonamiento idéntico al de Aristóteles y decía en sus Confesiones:
«De aquí me pareció que el tiempo no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué? No lo sé, y maravilla será si no es de la misma alma. Porque ¿qué es, te suplico, Dios mío, lo que mido cuando digo, bien de modo indefinido, como: “Este tiempo es más largo que aquel otro”; o bien de modo definido, como: “Este es doble que aquél”? Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?».
La ciencia aportó su granito de arena uniendo el concepto del espacio al del tiempo. Fue Newton, al parecer, el primer científico que habló de estas dos cosas —espacio y tiempo—, siendo para el científico inglés el espacio algo fijo y el tiempo algo absoluto. Es decir, para él, las dimensiones de un objeto cualquiera se mantenían fijas, ya estuviese quieto o en movimiento, y el tiempo que transcurría entre dos sucesos era el mismo lo midiéramos desde donde lo midiéramos.
La teoría de la relatividad de Einstein es tal vez la más conocida, aunque pocos entiendan realmente su verdadero significado. Para Einstein, que se tomó en serio la teoría de Maxwell sobre la velocidad de la luz, y que sustituyó la noción de gravedad por algo más sugerente como la curvatura del espacio-tiempo, la luz viaja a una velocidad constante. Si la velocidad de la luz es constante y sabemos que toda velocidad es la razón entre el espacio y el tiempo, uno de los dos debe cambiar. De este modo, y después de mucho trabajo de investigación, Einstein llegó a la conclusión de que el tiempo no es absoluto como postulaba Newton, sino relativo.
Es curioso que, incluso sin teoría que lo apoyase, el tiempo siempre ha sido relativo para nosotros. Para el que espera un acontecimiento con ansiedad, el tiempo parece haberse detenido, mientras que para el que se lo está pasando en grande, el tiempo vuela a la velocidad de la luz.
Dejando a un lado la ciencia que, a decir verdad, nunca he llegado a entender con claridad, el cine y la literatura también explotaron la idea del espacio y el tiempo con un tema recurrente: el viaje a través del tiempo.
En literatura y por nombrar a algunos ilustres, podemos citar Un yanki en la corte del rey Arturo, de Mark Twain: una sátira que utiliza el viaje en el tiempo para contraponer la civilización occidental del siglo XIX a la de la Edad Media europea. La máquina del tiempo, de H.G. Wells, en la que el protagonista viaja al futuro, nada menos que al año 802.701, para encontrarse con una sociedad calamitosa. El fin de la eternidad, de Isaac Asimov, en la que «los eternos» son capaces de viajar a través del tiempo alterando la corriente temporal. También citar, ¿por qué no? Verdades Cruzadas, la primera novela del que suscribe, cuya tercera edición llegará muy pronto.
Con respecto al cine, ¿quién no ha visto Regreso al futuro? Hay otros títulos a tener en cuenta como 12 monos (1995), de Tim Gilliam, en el que un viajero del tiempo viaja al pasado para intentar evitar el fin del mundo. Primer (2004), de Shane Carruth, matemático y exingeniero, considerada por muchos como la película más realista de viaje en el tiempo, o la reciente Tenet (2020), de Christopher Nolan.
Por supuesto, hay muchísimos títulos más, tanto en literatura como en el celuloide, pero basten estos ejemplos para mostrar el interés del ser humano por acercarse al fenómeno desde todos los ángulos.
Podría seguir disertando un poco más sobre un tema tan controvertido y apasionante y, de hecho, prometo hacerlo en el futuro (si es que este existe) pero me temo que ahora mismo tengo que dejarlo aquí, ya que me quedo sin tiempo para continuar y es que, cuando me afano en escribir un artículo, el tiempo vuela.
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