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La hipocresía

¡En la sociedad siempre triunfa la hipocresía!
MARIANO JOSÉ DE LARRA, escritor español.

El hipócrita se vale de la acción y de la omisión para acompañar sus actos, de manera que simula lo que quiere mostrar en público y esconde lo que no quiere que sea revelado.
La verdadera personalidad del hipócrita se oculta tras una máscara que él mismo ha diseñado para comportarse de la manera que más le conviene en determinados momentos. Su actitud es voluntaria y, hasta cierto punto, reprochable. Sé que suena mal, pero no debemos mirar para otro lado. Todos hemos sido hipócritas en algún momento de nuestra vida y es que la hipocresía, aun teniendo esa connotación negativa, es útil y hasta necesaria a veces para conseguir determinados objetivos, para adaptarnos al medio en el que nos desenvolvemos, para ser aceptados por los demás o para evitar una confrontación o una disputa.
Pero, frente a ese benigno «hipócrita de situación» que hemos sido todos alguna vez, se encuentra el «hipócrita puro», que maneja mejor que nadie el arte de la manipulación la falsedad y la maldad, que hace de la hipocresía la regla del juego y que se desenvuelve brillantemente detrás de la máscara que da credibilidad a sus actos.
No obstante, estamos pisando una línea tan delgada que pudiera parecer un acto de hipocresía pretender establecer niveles en los que la hipocresía misma es más benigna y perdonable en unas ocasiones que en otras.


La sociedad en la que vivimos es rica en hipocresía. Lo vemos a diario en todos los discursos públicos. En política, la corrupción es enarbolada por todos los actores para resaltar los pecados del contrincante. Sin embargo, parece que es algo a lo que nadie pone remedio. Todos se dan golpes de pecho defendiendo el derecho a la vida y la importancia de la solidaridad con los más oprimidos, pero son pocos los países o regiones que se prestan a recibir a los que huyen de unas condiciones de vida miserables para darles otra oportunidad. Destacamos en redes sociales lo esencial de la vida, pero no levantamos la mirada del móvil para relacionarnos con los que tenemos cerca, con nuestra familia, con nuestros amigos. Nos manifestamos contra el maltrato animal a mediodía, después de haber visualizado un vídeo en el que se apalea a un perro, y por la noche disfrutamos de un buen solomillo a la pimienta sin preguntarnos de qué modo murió la vaca cuya carne tenemos entre los dientes. Alzamos nuestra voz contra el cambio climático y los efectos nocivos de los gases efecto invernadero, pero usamos nuestro vehículo privado para desplazarnos, aunque sea quinientos metros, y nos negamos a usar el transporte público porque nos obliga a depender de unos horarios y a compartir un mismo espacio con desconocidos. Nos declaramos fieles seguidores del mensaje de Cristo, pero somos incapaces de perdonar una falta, por leve que esta sea.
Podría seguir enumerando situaciones en las que nos comportamos de un modo hipócrita, pero la cuestión es que podríamos rebatir todos y cada uno de los enunciados anteriores porque nuestra hipocresía nos ha preparado un discurso ad hoc para defender cada uno de esos postulados.
Y así diríamos que, en política, muchas veces el fin justifica los medios y si los demás hacen trampa de vez en cuando, nosotros estamos legitimados para luchar contra ellos en igualdad de condiciones, porque lo importante es conseguir el poder. En política, si no tienes poder, no tienes nada. De manera que podríamos argumentar que un poco de corrupción está justificada y es incluso inevitable.
Trataríamos de justificar nuestro rechazo al extranjero diciendo que aquí no hay ni trabajo ni espacio para todos y que el problema debería resolverse en el origen, como si los problemas del tercer mundo no fueran efectos colaterales del colonialismo y de la explotación a la que han sido sometidos por el primer mundo durante siglos.
Con las redes sociales ocurre lo mismo. Defenderíamos con decisión la utilidad de estas porque nos mantienen conectados con el mundo, sin caer en la cuenta de que, cuando hablamos de relaciones humanas, «el mundo» es un concepto muy vago que carece de sentido práctico.
También tendríamos un argumento preparado para defendernos de nuestros hábitos carnívoros, desde luego. Diríamos, por ejemplo, que las granjas y los mataderos son lugares en los que se evita en la medida de lo posible el sufrimiento animal y que dichos lugares están justificados no solo porque es una medida necesaria para alimentar a la población sino porque la industria cárnica, láctea y del huevo es de importancia vital para la economía de muchos países y está relacionada directamente con la creación de empleo. Aunque la verdad sea que las técnicas que se utilizan en esas granjas son desconocidas para la mayoría y que nadie se cuestiona el modo en que viven y mueren allí los animales que después compramos en la carnicería y chacinería de los supermercados. En todo caso, mucha gente que consume carne no aprobaría jamás las corridas de toros, las peleas de perros o de gallos o la costumbre de tirar una cabra desde lo alto de una torre en las fiestas del pueblo. Yo soy un claro ejemplo de este tipo de hipócrita, así que puedes señalarme a mí el primero.
En cuanto a disminuir el uso del vehículo privado en favor del transporte público, ¿qué decir? Podríamos quejarnos de la falta de puntualidad de este, de la dependencia de los servicios, de la pérdida de tiempo, de la incomodidad de compartir olores no deseados. Si fuera más barato, más rápido, más cómodo… entonces seguro que cambiaríamos nuestros hábitos. Eso es lo que diríamos.
Por último, y por terminar con los ejemplos mencionados, señalar a los que se dan golpes de pecho recitando las escrituras y que acuden a misa cada domingo, están en primera línea en las procesiones de Semana Santa y en todas las fiestas de guardar, pero carecen de empatía y de caridad para tratar con el prójimo. Son avaros, egoístas, deshonestos y ruines. Incluso ellos tendrían preparado el discurso del mismo Jesús de Nazaret para defenderse: «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».
Hasta tal punto está llena nuestra sociedad de hipocresía que aquel que vive según sus principios es visto como una rara avis. Un friqui. Todos nos vemos empujados en mayor o menor medida por las modas, las tendencias, las opiniones. El que se detiene a pensar pierde el tren del progreso, se queda atrás. Es señalado y apartado.
Mientras expreso mis pensamientos en este artículo no me detengo demasiado a hacerme las preguntas precisas que me darían las respuestas correctas. ¿Hago lo que quiero hacer? ¿Vivo del modo en que me gustaría vivir? ¿Escribo lo que quiero escribir? Huyo de las preguntas y huyo de las respuestas, contradiciéndome a mismo constantemente, y supongo que lo hago porque soy humano, aunque es posible que la hipocresía que practico me haya facilitado esta excusa ad hoc para poder defender un argumento de peso con el que terminar esta columna: errare humanum est.

Germán Vega Contributor
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