La juventud no es un tiempo de la vida, es un estado del espíritu
MATEO ALEMÁN, novelista español.
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer.
(Rubén Darío)
La juventud es ese periodo que transcurre entre la pubertad y la madurez y en el que tiene lugar el desarrollo sexual, pero sin un completo desarrollo emocional necesario para enfrentar los problemas y conflictos de la vida adulta.
Al individuo ya no se le ve como a un niño, pero tampoco se le concede plena autonomía. Es esta una etapa en la que los humanos parecen estar a prueba, como si fueran empleados recién contratados a los que la empresa vigilara estrechamente, perdonándoles la mayoría de sus primeros errores y exigiéndoles aprender de ellos.
Los jóvenes, por su parte, buscan su propia identidad desarrollando al mismo tiempo el sentido de pertenencia que los aboca a buscar un grupo afín al que adherirse.
La juventud es la época de las modas, de las revoluciones, de la rebeldía y de la contradicción. ¡Cuánta energía desperdiciada!, pensarán algunos. La mayoría de los jóvenes piensa que la juventud que les ha tocado vivir es especialmente dura, con problemas nuevos y peores, con mayores retos que los que tuvieron sus padres y abuelos. Critican los modos y las razones, y proponen un plan B, que entienden óptimo y urgente. Los jóvenes creen tener la solución a los grandes problemas sociales. Están cargados de ideas que ellos consideran nuevas, justas, necesarias e infalibles. Experimentación e innovación son sus vocablos preferidos.
Los mayores piensan que la juventud de ahora está perdida, que no tiene valores, que no respeta y que se cree el centro del universo. Miran a los jóvenes con desconfianza, con condescendencia, como si fueran cachorros traviesos a los que les encanta descubrir cosas nuevas. Intentan imponer el orden y la moderación. La juventud, para ellos, tiene connotaciones de locura transitoria. Es un estado mental provisional. No debe prestarse demasiada atención a las ideas surgidas de esas mentes. Nada bueno puede salir de la falta de experiencia.
«¡Eso no es cierto!», clamarían por igual jóvenes y mayores al leer según qué párrafos de los anteriores, y, seguramente, tanto unos como otros tendrían razón, porque ese cruce de acusaciones se ha sucedido generación tras generación a lo largo de la historia.
Pongamos un ejemplo práctico; ¿quién pensarías que dijo esto?: Los jóvenes de hoy en día son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su comida y les faltan el respeto a sus maestros.
Parece una frase muy actual, ¿no? Podríamos pensar en esos jóvenes de esta nuestra era moderna, consentidos y maleducados, que tiranizan a sus padres, o en esos ninis que no se preocupan en buscar un trabajo o aprender un oficio y que exigen privilegios sin pudor. No obstante, la frase no es nueva, ya que se le atribuye a Sócrates, el filósofo griego que, como sabemos, vivió entre el 470 y el 399 a.C. ¿Qué te parece? No hay nada nuevo bajo el sol.
Una cita de Friedrich Hebbel, poeta y dramaturgo alemán, condensa brillantemente lo que queremos decir: A menudo se echa en cara a la juventud el creer que el mundo comienza con ella. Cierto, pero la vejez cree aún más a menudo que el mundo acaba con ella. ¿Qué es peor?
Y es que, hasta cierto punto, es normal que los jóvenes tengan más energía que los mayores, que estén abiertos a nuevas ideas, a nuevas experiencias. Es normal que se crean, en determinados momentos, peligrosamente inmortales, que se sientan el centro del mundo y que vivan con pasión desmedida todas las experiencias vitales. El cuerpo y la mente de un joven está expandiéndose, alimentándose con un hambre feroz de todas las sensaciones que la vida pone a su alcance.
También es normal que los mayores hayan agotado parte de esa energía arrolladora, que se hayan cansado de escuchar postulados ideológicos que aseguran ser parte de la solución a todos los problemas de la sociedad; que piensen más de dos veces en la conveniencia o no de lanzarse a un nuevo reto; que no se decidan a experimentar tan a la ligera; que no deseen salir de su zona de confort; que valoren detenidamente los riesgos de cada acción; que se sepan peligrosamente mortales.
Tal vez sea la experiencia lo que reduce la intensidad de la llama. La mayoría pensamos: «a mí no me pasará, yo no me convertiré en esa persona». Y unas décadas después observamos a aquel mismo joven en un inesperado recuerdo que nos asalta súbitamente para descubrirnos en él y sonreír con la misma condescendencia que odiábamos en nuestros mayores.
Pero no debemos caer en la melancolía. Retomando la cita de Mateo Alemán, consideremos la juventud un estado del espíritu a pesar de la experiencia, porque es ese estado el que interpreta la experiencia.
La juventud —pureza, fuerza, alegría, esperanza, fe, valor, espontaneidad, atrevimiento, desparpajo y pasión— es un tesoro que debe acompañarnos toda la vida. Debemos aspirar a ser jóvenes de ochenta años y mantener viva la llama de la ilusión por descubrir, aprender, experimentar, y llenar siempre de sentido la existencia.
Decía Oscar Wilde que la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que sigue siendo joven. Esa es la idea, pero no expresada como una tragedia, sino como una hermosa realidad que debe cambiar nuestra visión del mundo. Mientras hay vida hay juventud, porque nuestra esencia debe apostar por mantenerse joven, alerta y despierta. Yo he visto dos cosas que me reafirman en lo que digo: los ojos de un joven en la cara de un anciano y los ojos de un anciano en la cara de un joven.
Puede que espere demasiado. Quizás mi deseo de conservar esa energía arrolladora me lleve a ser excesivamente optimista y creer que la juventud del espíritu pueda sobrevivir al envejecimiento de la carne. Tal vez se me escapen otras variables importantes que no he incluido en la ecuación. Pero deben perdonarme; parafraseando al propio Oscar Wilde debo decir que lo siento, no soy tan joven como para saberlo todo.
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