Lo natural es lo real conocido.
Lo sobrenatural es lo real desconocido.
JORGE WAGENSBERG, profesor, investigador y escritor español.
Si has leído alguno de mis libros o al menos la pequeña reseña biográfica que aparece en la solapa de ellos, sabrás qué tipo de novelas escribo. En una parte de esa reseña dice: «…el thriller psicológico y los fenómenos paranormales tienen una fuerte presencia en sus novelas. Muchas cosas inexplicables forman parte esencial de todo aquello que envuelve la vida de la gente».
¿Qué es natural y qué sobrenatural? Los conceptos a veces no son capaces de englobar la realidad de cada uno de nosotros. Decimos que algo es normal porque sucede normalmente, pero todos sabemos que hay cosas normales que no deberían serlo o que no deberían ser tomadas como normales. Conceptos y definiciones que tratan de presentar una realidad asumible y «normal».
Voy a contarles una historia que conocí siendo un niño de apenas ocho o nueve años. Recuerdo que era esa una época en la que aún me daba miedo la oscuridad, y agradecía no dormir nunca solo. Lo «normal» en mi casa era precisamente no dormir solo, porque éramos muchos hermanos y nuestra casa no tenía suficientes habitaciones.
Es probable que la historia no sucediera exactamente así, pero seré lo más fiel posible a mi recuerdo, porque ya sabes que cuando uno escucha una historia y pretende después contarla hay matices que se pierden, detalles que se olvidan, o incluso aspectos que se omiten o se añaden, según la memoria y la interpretación del que intenta repetir el mensaje.
Esta historia comienza una tarde de otoño de 1933 en un lugar llamado Las Tenerías, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Un lugar que hoy es conocido como Vega de San José.
Por un sendero que discurre entre cultivos de plataneras, a pocos metros del océano Atlántico, una mujer vuelve a casa después de un duro día de trabajo como empleada de hogar. Lavar, planchar y cocinar en las casas de la «gente pudiente» es el modo que tiene de ganarse la vida. La acompañan sus dos hijas, las únicas que sobrevivieron de cinco partos. La mujer está cansada. Hace mucho tiempo que su marido se marchó a Sudamérica en busca de un futuro mejor y hace mucho tiempo también que dejó de escribir, condenando a nuestra protagonista a sobrevivir sola y con dos hijas que criar. La mujer solo piensa en el bienestar de las pequeñas y se esfuerza a diario para que no les falte algo que llevarse a la boca. Es una época difícil. Mala época para ser madre. Mala época para ser niña. Mala época para ser pobre.
La mujer de nuestra historia camina deprisa. Ha dejado atrás el cementerio de Vegueta. La fachada este del hogar de los muertos mira al mar desafiando a las olas que rompen contra ella cuando hay reboso, que es como llaman los lugareños a las altas mareas de septiembre, las mareas del Pino. No es agradable pasear por allí cuando cae la tarde y ya ha oscurecido. Y ahora la zona está oscura, hace frío y las niñas tienen hambre. Caminan con ella, una a cada lado, y la mujer aferra sus pequeñas manos como si el viento fuera capaz de arrebatárselas en cualquier momento. El viento o las garras de la muerte, como hizo con las otras tres.
En medio de la oscuridad, la más pequeña de sus hijas, que apenas cuenta seis años, la mira y le pregunta:
—Mamá, ¿qué es «un miedo»?
La mujer se sorprende tanto que al principio no sabe qué contestar. Mira a su hija extrañada y la reprende.
—No debes nombrar eso, mi hija. Esas cosas no se dicen.
—Pues yo quiero ver «un miedo» —protesta la niña alzando la voz en la oscuridad de la noche.
La hija mayor, de ocho años, se aferra a la falda de su madre, nerviosa.
—Dígale que se calle, madre —le pide—. Me está asustando.
—No digas miedo —vuelve a advertirle la madre con severidad—. Esas cosas no se nombran.
La niña protesta en voz baja:
—Yo quiero ver «un miedo». No sé cómo es «un miedo».
En ese momento, a unos doscientos metros de donde están, un hermoso altar aparece ante ellas. Las niñas abren los ojos como platos, maravilladas ante el sorprendente espectáculo. La pequeña repara en los detalles: la mesa preparada con el blanco mantel sobre el que reposa la Biblia, la vela y el cáliz; los ornamentos dorados que realzan el lugar en el que se encuentra el Cristo crucificado, la luz que lo invade todo y que acaba con la oscuridad del camino. Las plataneras de alrededor que parecen cobrar vida.
La madre comienza a rezar y tira hacia sí de las niñas para pegarlas a su costado.
—No se mira. No miren allí —ordena con la voz temblorosa, llena de miedo y con la vista fija en el polvo del camino—. No miren.
La mayor hunde la carita en la falda de su madre y solloza. La pequeña observa «el miedo» de frente, maravillada por la luz del altar, por la grandeza del Cristo que parece mirarla. La madre continúa avanzando y rezando, avanzando y rezando…
A escasos cincuenta metros de la visión, el altar desaparece como el espejismo de un oasis en medio del desierto y un burro ocupa su lugar. Un burro sin luz, sin ornamentos dorados, sin Cristo crucificado. Un burro junto al que tres figuras pasan rezando.
Cuando han caminado otros cien metros, la pequeña vuelve la vista atrás: ni siquiera el burro está ya en el camino.
La mujer de esta historia es María, mi abuela materna, la niña mayor mi tía y la pequeña mi madre. Ninguna de ellas está ya en este mundo «natural» de vivos. Era mi madre la que quería ver «un miedo» y era esta la historia que contaba. O al menos es así como yo la recuerdo.
Escuché narrar la historia muchas veces. Mi madre y mi abuela lo hacían con sencillez. Decían que no era raro que pasaran aquellas cosas. Lo sobrenatural se vivía con naturalidad, pero advertían que no se debía llamar al miedo. No se debían nombrar determinadas cosas, porque esas cosas acudían a nosotros cuando menos lo esperábamos.
Recuerdo pensar, con mi mente de niño, que una vivencia similar me traumatizaría para toda la vida. ¿Cómo se supone que debes tomarte una cosa así? ¿Y cómo lo explicas? ¿Es una alucinación colectiva? Se trataba de tres personas que no intercambiaron más que oraciones durante el suceso y que después convinieron en que habían visto exactamente lo mismo: un precioso altar en medio del camino, entre plataneras, junto al mar; un altar que después se había convertido en burro.
La cita de Jorge Wagensberg me trajo el recuerdo de aquella vieja historia. Pero, para ser justos, yo añadiría algo a la segunda frase del investigador catalán: lo sobrenatural es lo real desconocido, sí, pero desconocido «solo» por la mayoría. Porque hay gente que se ha topado de frente con lo sobrenatural y lo conoce. Más aún, hay gente para lo que lo sobrenatural es solo el lado menos visible de lo posible.
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