Llegan noticias de guerra. Por la mañana, mientras me vestía en el hotel, he escuchado lo del avance de los rebeldes en Libia, el ataque voraz de las tropas de Gadafi. El asesinato, en suma. Después hemos cogido el coche para seguir el río Jerte hacia el sur, hasta Plasencia, y de ahí hacia el Monasterio de Yuste, el lugar que Carlos V escogió para ir a morir. La región está ahora decorada por los cerezos, que ya pierden la timidez con las primeras flores del año para lucir su floración nívea, que dentro de unos días será plena y pigmentará entero el Valle del Jerte. No muy lejos de la carretera se ven pasar a ratos cigüeñas que estiran las patas hacia el nido donde están a punto de posarse.
Yo no lo sabía: en la carretera que sube desde Cuacos de Yuste hacia el monasterio hay un cementerio donde descansan los restos de combatientes alemanes que cayeron en España durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Tomo algunas fotos y me fijo en la tumba más cercana: Helmut Krause falleció en 1943, durante la II Guerra Mundial. Debió de llegar a España entre los restos de algún submarino o caído del cielo en un avión derribado por el enemigo. Murió con la edad que tengo yo ahora.
No conozco nada de ninguna de las vidas de aquellos que hoy descansan en este cementerio, sus historias deben rondar documentos médicos, registros, alguna crónica bélica de hundimientos y naufragios. Estarán desperdigadas, quizás esperando a que alguien las recopile para ser contadas, y mientras, en cada tumba, hay un vacío anónimo, porque no nos dicen nada el nombre ni el rango militar de estos hombres. Algunas lápidas no tienen fecha de nacimiento, en otras la diferencia con la fecha de defunción da vértigo: soldados que murieron con veinte años, vidas que no llegaron jamás a ser vidas, historias que no sucedieron. Al contrario que el monasterio que hay unas decenas de metros más arriba, este jardín de lápidas es un sitio de muerte sin descanso.
Una mezcla de azar y de decisiones que no le corresponden a uno desencadenan hechos que no habríamos imaginado jamás. Carlos V de Alemania planeó ir al monasterio de Yuste a morir y para ello realizó un viaje de casi dos meses. Edificó junto al monasterio una casa palacio, instaló sus dependencias junto al altar de la iglesia del monasterio, desde donde podía escuchar misa en los días en que su enfermedad ya no le permitía levantarse de la cama. Bajo el altar mayor, a través de un corredor lateral, ordenó construir una cripta destinada a ser su lugar de descanso eterno, pero jamás llegó a verla terminada: antes de eso, la picadura de un mosquito le mató de paludismo y años después sus restos terminaron en el panteón real de San Lorenzo del Escorial, a varios cientos de kilómetros de distancia. Pasados unos siglos, a principios de los años cuarenta, un hombre alemán que lucha en uno de los ejércitos más poderosos de la historia, viaja en submarino por el Mediterráneo sin saber que un artefacto sesgará su vida, que las olas y las corrientes de los mares del azar depositarán su cadáver —un cuerpo que ya no le pertenece— en la costa española. Allí será recogido y almacenado hasta reunirse de nuevo con sus compatriotas muertos en una sepultura en principio definitiva, aunque para eso habrán de pasar décadas: no fue hasta el 1 de junio de 1983 cuando se concluyó el pequeño cementerio que hoy los alberga a todos cerca de Cuacos de Yuste, entre ellos a Helmut Krause, un hombre del que apenas sé que murió con la edad que tengo yo ahora.
La muerte siempre se recoge, en ocasiones también se siembra. El tímido debate que ha despertado la guerra en Libia me ha recordado inevitablemente a la invasión de Irak. El 20 de marzo de 2003 se iniciaron los ataques, mientras, en Londres, un ejército de manifestantes reivindicaba el No a la guerra. Parecía que los muertos que habían ido a sembrar Bagdad eran los mismos que se recogieron años antes en Vietnam, los que hoy caen en Libia, insurgentes derrotados y leales al régimen que caen. Y están también los daños colaterales, que tienen en realidad un nombre que desconocemos, una edad, doce años, y una pierna menos. Daños colaterales, civiles fallecidos: eufemismos que varían mostrándonos a los mismos muertos. ¿A quién pertenece un cuerpo ya inerte? ¿Qué diferencia hay entre dos cadáveres separados en el tiempo y en el espacio a los que ha recogido la muerte en el horror de la guerra? Frente a mí descansan, quizás, los restos del cuerpo que un día perteneció a Helmut Krause, un hombre que murió con treinta años de edad, con media vida por vivir. ¿Para qué sirvieron aquellos muertos?
Descendemos por el Valle, ahora en dirección hacia Trujillo, dejando atrás Cuacos de Yuste y los cientos de cadáveres de las guerras mundiales que terminaron en un pequeño cementerio de la provincia de Cáceres. Setenta años después, siguen llegando noticias de guerra, aunque del tiempo que se llevaron las balas, la pólvora y las bombas, de las vidas que quedaron por vivir, de lo que nunca fue, ya no queda ni rastro.
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