La noche del veintidós de abril del corriente, que aun a la hora del inicio del toque de queda, no se me olvidará, por más que lo quiera, se nos ofrecía de lo más normal, mientras, según nos habían advertido desde el parte meteorológico, Lola (pues así se llamaba la borrasca) se nos acercaba, sería toda una pesadilla para muchos de los hogares de nuestra reducida comarca –Los Cuatro Lugares– y en particular, como se verá, el mío, que, por toda una serie de rocambolescas concatenaciones que, ni hiladas, habrían resultado más sincronizadas e indispuestas.
Una noche que, a diferencia de sus predecesoras, el sueño quiso abordarme más temprano de lo habitual; tanto que, por pura pereza, y como cosa extraordinaria, dejé a mi sobrecargada computadora encendida, en la previsión de que, según la caprichosa pauta de sueño que arrastraba últimamente, me despertaría ya bien entrada la rural madrugada, como así sería, aunque sin sospechar la causa ni el modo.
El caso fue que a las cuatro y cuarenta y cuatro –hora que vi estampada en vivo color rojo en el techo de mi cuarto por el proyector de mi despertador digital– un bestial trueno que ni escapado de las fauces de Odín sacudió nuestros entenebrecidos e inestables cielos y oídos despertando de súbito a toda la vecindad.
¿El acabose? ¿El fin del mundo? ¡Dios, qué zambombazo!
Me incorporé rápidamente, me puse la bata y acudí al baño a hacer pis y, justo al terminar de aliviarme, tuvo lugar la fatídica réplica, cuando un aparatoso relámpago de armas tomar se descargó con tan mala uva que, ni buscando nuestros rincones, penetró en nuestros hogares seguido de otro trueno de menor intensidad y aparato.
Dio entonces que, al entrar al refugio de mi despacho, me percaté de que las luces del router bailaron de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y se apagaron.
–¡Mi madre! –exclamé, a sabiendas de que el router… ¡kaput!, ya que era el segundo que se me averiaba por la misma causa.
Pero no solo fue eso. ¡Qué va! ¡Cuánto me hubiera gustado! Mis estupefactos y atónitos ojos se quedaron lelos al ver la pantalla del monitor en blanco.
¡Ohhh, nooooooooo! ¡Nooo! ¡No, y mil veces no!
¡La computadora, que albergaba cerca de seis años de trabajo, eso era lo peor, también se había ido y mi última copia de seguridad databa de cuatro meses atrás!
Saltaron los diferenciales.
¡Buenas horas, mangas verdes!
Restituí los interruptores. Las réplicas, más suaves, de la tormenta continuaban.
Llamé a la compañía telefónica y le indiqué al programa que con voz femenina me atendió lo que me acababa de pasar. «Router quemado por tormenta» fue lo que le dije y a los pocos minutos recibí un SMS advirtiéndome de su envío.
Ya por la mañana sabría que innumerables casas como la mía se vieron afectadas por la súbita caída del tan delineado rayo, afectando a sus electrodomésticos, y asimismo que las computadoras del banco, el consultorio médico y las del ayuntamiento también se habían fastidiado. Que el descomunal latigazo también había hecho de las suyas en Talaván, Monroy y Santiago del Campo.
Para salvar el expediente del Domingo, día veintisiete, le dije al editor de nuestra revista que publicase cierto artículo que se nos había quedado rezagado y que él tenía en su haber.
Era jueves y víspera del día de San Jorge y del Libro, y en Cáceres era fiesta. La cosa es que a primera hora estaba yo entrando por la puerta de mi tienda de informática dispuesto a explicar el suceso con el yerto cuerpo de mi PC bajo el brazo.
Se hicieron las pertinentes pruebas y el ordenador no dijo ni mu.
–Habrá que derivarlo a nuestro técnico. Llama el lunes a ver qué pasa –me dijo Miguel.
–Lo más importante de todo es salvar la información, el disco duro –le advertí.
–Pues esperemos que no haya sido tocado –dijo Miguel–. ¡Reza entretanto!
Un portátil nuevo se ponía en una pasta y me descolocaba.
Seguidamente llamé a Tony y le puse al tanto de la escabechina, quien me hizo ver que, en el peor de los casos, me convenía más una computadora de sobremesa que portátil, habida cuenta la caña que diariamente le metía; cosa que me pensé.
–Tengo un amigo que es un águila en estos temas –me reveló Tony–. Déjame que le exponga el caso, a ver cómo respira y qué me dice.
El asunto es que su amigo le recomendó a Tony un modelo de barebone (o mini PC) de talla media, una monada no más grande que un Cd, aunque más gordo, que se acoplaba al anclaje VESA de la pantalla y que me convenció en el acto al constatar sus prestaciones. Se trataba de un i-3.
Después de darle mis vueltas, me decidí por un más ambicioso i-5 del mismo modelo y, habida cuenta de que era financiable y del que podría disponer por menos del valor monetario de tres paquetes de tabaco al mes, lo adquirí; y mientras se resolvió el trámite de la financiación, nos fuimos al miércoles, día veintisiete, que fue cuando hacia el mediodía el mensajero me lo entregó.
Ya el Martes por la mañana Miguel me había dicho que mi viejo PC era irreparable y que estaba por verse si la información era recuperable o no. ¡Dios, qué nervios!
Ese mismo día me fui raudo por la tarde donde Miguel con mi lector de discos duros bajo el brazo y, al comprobarlo, resultó que felizmente el disco duro no había sido dañado.
¡Bravo, bravísimo!
Yo estaba particularmente estresado porque tenía varias urgentes gestiones en marcha que sin el ordenador se quedaban en suspenso, entre ellas la redacción de mi comprometida columna semanal de nuestra revista, y tanto que avisé al editor de que no me sería posible entregarla a tiempo.
El tema es que cuando ensamblé el barebone con la pantalla y lo encendí, me llevé la desagradable sorpresa de saber que también la pantalla estaba muerta.
¡¿?!
¡Malhadado rayo, no te hubieras quedado congelado y cristalizado, ea!¡Bien que te has cebado!
Total, que con la urgencia de probar el barebone, fui en pos de una pantalla nueva con la mala suerte de que, al montarla, constaté que carecía de anclaje VESA. ¡La órdiga! Le enchufé el barebone y resultó que la pantalla no reconocía ninguna entrada HDMI. ¡Pufff!
Acudí al socorro de la inteligencia de Javier, el geólogo, y, tras darle juntos nuestras vueltas, y probar la pantalla y el cable con su ordenador (que estaban bien), determinamos que lo mejor era esperar ya al día siguiente para hablar con el servicio técnico. ¡Carajo, qué carrera llevo!
Esa noche, a fin de asegurarme el sueño, me tomé dos somníferos.
Por la mañana, Javier y yo hablamos con el citado servicio técnico, que nos trasladó una aplicación de videoconferencia para testar juntos el equipo, que tampoco fue capaz de responder, de manera que solo nos restaba devolverlo y cambiarlo, junto, y ya de paso, con la pantalla.
Y eso fue lo que hice, de manera que bien puedo decir que bien mal me partió un rayo.
Por fortuna, Javier se me prestó en todo grado y gracias a sus favores, entre los que se contó el préstamo de una modesta computadora, pude poner mis asuntos al día y redactar la presente narración y enviarla a tiempo. Compréndase que ha sido una semana muy apretada y desolada para mí, y que no he dispuesto de demasiado tiempo para cubrir la columna. Como el infortunio que me ha señoreado ha capitalizado tanto mi suerte, he querido recurrir, a modo de venganza, a rendirle este anecdótico homenaje.
Como diría Martin Scorsese: «¡Jo, qué semanita!»
¡Ufff!
Be First to Comment