AÑO 2050, 10 D.K. (10 después del kaos)
Sentado con las piernas cruzadas, en el cómodo sofá que había instalado sobre el techo de su coche autónomo, tocaba de nuevo su vieja guitarra electroacústica. Le gustaba recordar las canciones de su época e inventarse versiones a su estilo que compartía con quien le viera allá por donde pasaba. Un sombrero de copa plateado, chupa de cuero negra cargada de chapas con los logos de sus grupos favoritos, tejanos desgastados y extremadamente ceñidos, junto a las botas camperas rotas y dos pistolas colgando de la cartuchera a su cintura, le daban el aspecto reconocible que quería dar.
Circulaba a menos de 30 kilómetros por hora, aunque poco le importaba pues no tenía nada qué hacer. En el último pueblo habitado por el que había pasado, hacía ya tres días, apenas encontró nada aprovechable. Tan sólo la satisfacción de haber dado fin al sufrimiento de un hombre atrapado por las hojas dentadas de una enorme planta carnívora, la cual agradeció el tiro de gracia al moribundo para poder paladear tranquilamente su presa. Luego, ruinas por doquier, todo abandonado y ese viento caliente que te abraza continuamente, te empuja y arrastra sin descanso.
Tras regatear con una testaruda mujer atrincherada, y fuertemente armada, en lo que fue un almacén de conservas, consiguió lograr algunas cápsulas de agua y tabletas alimentarias concentradas, con las que estaría abastecido durante un par de meses. Era la nueva cocina de este negro presente. A cambio, consintió posar desnudo para ella mientras esta le hacía fotos con un móvil inútil para toda tarea que no fuera plasmar imágenes. Hasta en eso se habían perdido las costumbres. No había relaciones humanas, no había vida social activa, no había muestras o contactos de sentimientos. Todo era sobrevivir al caos instalado en una Tierra que no bajaba de los 35 grados en el mejor de los casos. El estar protegida en un recinto enrejado, en todas sus ventanas y puertas, salvó a la señora de ser tiroteada sin piedad por el pistolero roquero. Este se limitó a cumplir su parte del trato y a recoger su botín una vez cumplido.
Luego, lo de siempre durante los últimos cinco años. Vagar por zonas desérticas, con esqueletos, o restos de ellos, recordando con frecuencia, demasiada a veces, las inclemencias ambientales que iban haciendo su selección de venganza. Por los caminos afloraban rocas del asfalto, se resquebrajaba el suelo, los árboles eran desplazados por cactus o matorral seco. Se habían extendido una especie de aves con plumas de metal a las que se temía como si fueran peones de la parca. Entre silbidos del pistolero y graznidos sangrientos desafiantes, eran habituales los tórridos duelos que, hasta ahora, habían acabado con certeros disparos que añadían muescas a la empuñadura del arma.
No había amigos, ni tampoco se los buscaba. Era seguir hacia adelante sin saber si era lo correcto o mejor dejarse abducir por la nueva normalidad para que todo acabe cuanto antes.
Había visto ciudades gobernadas por los insectos, tomadas literalmente por ellos. Gusanos, moscas, arañas, cucarachas o mariposas, todos cubiertos de metal, al igual que las aves. Pareciera una protección contra los factores externos extremos o contra los enemigos del medio cada vez más resistentes, cada día más letales. Se movían en grandes grupos armoniosamente organizados, con movimientos ágiles y veloces que impedían cualquier respuesta de defensa. En breves segundos, personas, animales y plantas eran cubiertos de una alfombra voraz que apenas dejaba carne pegada al hueso. Y a veces ni eso.
En otra ocasión logró escapar de lo que pareció ser, en otro tiempo, un polígono industrial que hoy estaba invadido de verde. Miles, cientos, millones de plantas forraban cada centímetro del suelo, de paredes o techos, carreteras o fuentes. Era como si un interminable ser, de infinitas raíces y ramas, colonizase todo sólo para su propia existencia. Bajo su manto verde metalizado podían observarse, puntualmente, alguna criatura cazada, en su osadía por pasar a su lado o pisarla, con los gestos espásticos del que sabe que va a morir, disolviéndose como un azucarillo en breves minutos.
Imposible luchar contra aquello, imposible pedir perdón por un pasado que ya jamás volverá. Tocamos fondo o rebosamos el vaso, cada cual lo interprete como quiera. Pero ya no hay marcha atrás. Y el pistolero roquero lo sabe.
— ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?…—cantaba una de sus viejas canciones adornada de múltiples punteos que le hacían olvidar lo que para él no merecía ser recordado.
Estaba contento por haber sido el primero en el concesionario público para probar el modelo de coche autónomo, propulsado a energía solar y con ultrablindaje en chapa, cristales y ruedas. El vehículo le suponía una zona de seguridad, confort y posibilidad de desplazamiento que de otra forma no podría conseguir. Recordó la lluvia de ácido que asoló la mayor parte del planeta y que a él le pilló, por casualidad, en plena jornada de pruebas, lo cual le hizo decidir que ya no regresaría a devolver lo que se acababa de convertir en su nuevo hogar.
En estos años, había tenido tiempo de reflexionar sobre cómo los habían manejado los que de verdad mandaban en el mundo. Evocaba la introducción y recomendación general, cada vez con más fuerza y apoyos, de comidas comprimidas tipo astronauta, de hidrataciones capsulares, eliminando rutinas consumistas, con relaciones y acciones sociales minimalistas, en definitiva, de prepararnos para sobrevivir encerrados, con lo mínimo, para no hacer más que esperar a que llegue nuestra hora mientras ellos engordan.
Pero se les fue de las manos. Nunca calcularon que el efecto ya no era parable. Todo el poder de destrucción por el mal uso de las posibilidades que habíamos tenido se concentró en un punto donde tierra, mar y aire reventaron a la misma vez.
Pero él ahí seguía. Subido en su coche, desvariando a ritmo de rock, fue a parar a la puerta de lo que parecía un bar cochambroso de carretera. El mismo vehículo inteligente, conocedor de muchos de sus vicios, lo llevó hasta allí buscando un rato de tregua para ambos en el justo instante en que una tormenta caliente descargó sobre ellos. Goteando agua por las alas del sombrero, traspasó la puerta del local ligeramente atascada. El olor rancio que percibió lo alertó de que algo allí no iba bien. Los huesos derramados por la barra del antro, junto a los esparcidos por el suelo, le confirmaron que una alfombra de insectos pasó por allí asolando a camarero y clientes sin apenas moverlos de su sitio.
—A vuestra salud, que ya es poca— brindó por todos con un trago directamente de una botella de vodka que encontró intacta. Le supo a gloria después de mucho tiempo sin catarlo.
Era extraño un lugar así, en medio de la nada, pero es que nada tenía sentido cada día que pasaba vivo. Encendió una colilla que recogió del suelo, saboreó la primera calada sin apreciar la pérdida de frescura del tabaco y salió fuera donde un sol infernal volvía a castigar su cuerpo. Cuánto cambio, cuánto extremo.
Una rata muy sucia emergió de una topera cercana, abrió sus ojos de par en par, contrajo el belfo y arrancó una carrera frenética hacia el pistolero roquero que quedó en eso, la arrancada, pues un nuevo certero disparo de aquel desperdigó pelos metalizados de esta en unos metros.
No estaba resultando aburrida aquella parada, al contrario, aunque faltaba la guinda inesperada. Un rugido in crescendo anunció a un grupo de animales rompiendo la magia que hasta ese momento estaba gozando, para rodearlo como los sioux hacían con el Séptimo de Caballería.
—Cuanto tiempo, chicos—les sonrió en completo estado de alerta mientras esperaba una respuesta. Los conocía de coincidir en alguna ocasión por este mundo perdido y aceptó su juego desde la primera ocasión. Hienas, lobos, chacales, osos y alguno más igual de peligroso se miraban entre sí para decidir el rival del juego a muerte.
Se adelantó un jabalí desafiante mientras el resto se echaba a un lado. El pistolero roquero arqueó sus piernas, desplazándose despacio dos pasos a un lado y otros dos a otro, sin quitar la mirada de los ojos de su oponente. Cuando se preparaba para embestirle, el cerdo salvaje fue fulminado por uno de los rayos mortíferos que en ocasiones surgían de la nada, sin razón ni motivo aparente, en otro más sinsentido eléctrico de la atmósfera creada en la Tierra. El pequeño montón de ceniza en que quedó convertido fue la señal de retirada para el resto del grupo, al que le costaba encontrar respuesta a tanto desafío perdido con aquel tipo tan raro. Pero volverían a encontrarse antes o después.
Mientras los perdía de vista, el coche, sabedor de que ya era hora de marchar, se plantó a su lado para continuar el camino tras la parada.
— ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?…—se marchó cantando, sentado de nuevo en el techo del coche y tocando su guitarra a ritmo de rock.
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