Madrugada en Santiago de Compostela. Un avión nocturno que no sabe aterrizar, la lluvia pulverizada en los tejados, volutas de lluvia en los focos de las fachadas. Hay un apetito por el disfrute, un amor por el momento. Escuché hace unos días en un programa de televisión —prosaica fuente para reflexionar— que hay que decidir qué hacer con el tiempo que nos queda. El tiempo que nos queda es el origen de toda tragedia humana.
Dejamos que la noche suceda en el apartamento y el día siguiente salimos a pasear. Saboreo una cerveza, un mejillón al vapor. Un caminar lento nos lleva por las calles. Paso con facilidad de la búsqueda de la maravilla, la euforia por ver, a una profunda pena de pensar en las cosas que se me escapan, momentos que no se coleccionan. He comprado un bolso barato, pequeño, lo suficientemente grande para que quepa este cuaderno.
Me detengo a escuchar a alguien que toca la guitarra y canta Soldadito Boliviano con una voz corpulenta. Nunca perdieron vigencia los versos de Nicolás Guillén:
Soldadito de Bolivia,
soldadito boliviano,
armado vas de tu rifle
que es un rifle americano.
La noche vuelve a Compostela y con ella las sombras peregrinas con las que se cruza uno: el pub Momo es discreto en la fachada, salvo por una vidriera en la que se dibuja la silueta de la niña que inventó Michael Ende caminando de espaldas con la Tortuga Casiopea. Habría que pensar un poco sobre las tortugas de Michael Ende: Casiopea acompaña a Momo en su lucha contra el robo del tiempo de los Hombres Grises. La lentitud de la tortuga facilita a Momo la observación. En La historia interminable, la tortuga Vetusta Morla es un oráculo sabio. La lentitud en esta ocasión está acompañada de la virtud del conocimiento adquirido con la experiencia, a largo plazo. La urgencia es lo contrario de la sabiduría.
Pero en el pub Momo suena una música techno de sábado noche ¿No debía ser el fin de semana un momento de pausa, de lentitud quelonia?
Santiago de Compostela, 21 de noviembre de 2015
Mañana de lluvia y resaca. Pienso en cómo dos recuerdos de mi niñez han aparecido en un solo día en Santiago. Por la mañana Soldadito de Bolivia; ayer por la noche, Momo. He encontrado esta cita en Internet:
Las dos no tuvieron que apartarse ni una vez ante nadie, nadie las empujó, ningún coche tuvo que frenar por su causa. Era como si la tortuga supiera por adelantado, con toda seguridad, dónde y en qué momento no pasaría ningún coche, no habría un peatón. De ahí resulta que nunca tuvieron que detenerse a esperar. Momo comenzó a sorprenderse de que se pudiera andar tan lentamente y avanzar tan deprisa.
Festina lente. Paseo sin rumbo por Santiago. Dejarse llevar por el paisaje urbano, mojarse en la lluvia gallega, detenerse a escuchar a un gaitero. A veces los clichés tienen un encanto especial, o un punto de pacificación importante. Que la realidad coincida con el prejuicio genera cierta sensación de tranquilidad.
Hemos ido a comer a un restaurante cercano a la catedral. Menú del día abundante, barato y regentado por una mujer venezolana de origen libanés. Al salir me ha preguntado de donde soy:
—Granadino.
—¿Pero de origen? —Me sorprende su insistencia. Me invade de alguna forma el empeño por querer remontarse.
—Sí, de origen, ¿por qué me pregunta eso?
—Porque tienes algo que parece libanés, algo en tu forma de hablar, de expresarte, en tus modales… tienes «el sello».
Había algo místico y halagador en la forma en que la mujer lo ha dicho. Por definición, desconfío de la gente que habla de manera mística y de la gente que es forzadamente halagadora. Yo nunca he sabido nada de Líbano —menos por suerte que por desgracia—.
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