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La Alhambra en Berlín

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Otra de las palabras compuestas alemanas que he aprendido es Führerbunker, el refugio antiaéreo en el que Hitler pasó los últimos días de la guerra. El lugar que ocupó está discretamente oculto frente a unos edificios de viviendas, en una explanada que hoy día es un parking, poco iluminada, con comercios cerca pero no alrededor. La explanada mide unos treinta metros de ancho por unos cincuenta de largo y tiene algunas pequeñas zonas ajardinadas. Al llegar allí ya de noche uno mira alrededor algo temeroso, con un poco de complejo de incauto, porque el sitio tiene las prestaciones de un escondrijo de asaltadores. En una esquina de ese parking un cartel informativo explica la distribución del búnker. Los refugios alrededor de la Cancillería del Reich, muy cerca de la puerta de Brandenburgo, fueron en parte demolidos y abandonados por completo hasta la caída del muro, que pasaba cerca del lugar. Fue entonces cuando empezó a construirse en la zona. No hubo ninguna voluntad por conservar los edificios porque se quería eliminar cualquier símbolo de la Alemania nazi. La placa explicativa se colocó en 2006, cuando la Copa del Mundo de Fútbol, y a su inauguración asistió Rochus Misch, el último superviviente de los que compartieron el refugio con Hitler en aquellos últimos días de 1945. Recuerdo haber leído una entrevista con él en 2007, en la que aseguraba que Hitler era un tipo estupendo: «No puedo relacionar los recuerdos del jefe estupendo que conocí con el monstruo que pintaron después de la guerra».

Hay un punto alarmante en toda la demonización del nazismo. Se ha creado una mitología entorno a la monstruosidad de Hitler y se ha convertido su memoria en una especie de desastre bíblico absolutamente alejado de la sociedad occidental en la que vivimos. Los espacios del nazismo son tangibles, sus víctimas existen y sus autores eran humanos. Hitler tenía no solo una capacidad enorme de liderazgo, sino además, según sus ayudantes Rochus Misch y Traud Junge, inspiraba un afecto sobrio y correcto, una atracción personal especial. Como en los tópicos de las páginas de sucesos, el vecino afirma contrariado que el asesino siempre saludaba y el periodista describe con un lenguaje en exceso retórico y literario la inhumanidad del culpable, cuando lo cierto es que esos monstruos son siempre simples humanos.

Pero la historia se fabrica con hechos y es importante ir recogiendo algunas postales de ese pasado no tan lejano para imaginarlo, para ver su conexión con el presente. Aunque tenemos al alcance de la mano fotografías del incendio de 1933 o de las ruinas de la postguerra, el edificio del Reichstag sigue existiendo y ver su fachada pone fácil imaginar el incendio, la violencia de los bombardeos, una altura de cuarenta y seis metros para albergar la cabeza de un imperio tan fuertemente frágil.

El Checkpoint Charlie es una atracción turística hoy en día en medio de Friedrichstraße, una calle de menos de diez metros de ancho, dos carriles, dos sentidos de circulación, restaurantes y tiendas de comida, dos empleados disfrazados de soldados se hacen fotos en una recreación de la garita, como los hombres disfrazados de Winnie the Pooh o de Minion en la Puerta del Sol de Madrid, se fotografían con los turistas, hacen bromas descaradas y flirtean con las turistas. Pero al visitar el Checkpoint Charlie uno recuerda las fotografías de la zona y empieza imaginar las barreras que obligaban a los coches a zigzaguear para acercarse al paso fronterizo, de un lado la Alemania del Este, del otro el Berlín controlado por los americanos, en medio hombres armados, en una calle que se parece bastante, en dimensiones, a la calle en la que estaba mi casa en Granada, en un espacio menor al que recorría yo para cruzar de acera y bajar al colegio.

El 17 de agosto de 1962, Peter Fetcher, de dieciocho años de edad, fue herido de un disparo al intentar escapar del lado este de Berlín, su cuerpo quedó atrapado en una valla de alambre de espino, los soldados americanos observando sin hacer nada porque el cuerpo estaba en el lado este, los soldados del este reacios a intervenir para no provocar un incidente con los soldados occidentales, hasta que murió desangrado. Oficialmente se han contabilizado 138 asesinatos de personas que intentaban cruzar el muro entre el 13 de agosto de 1961 y el 9 de noviembre de 1989, 3.6 metros de altitud. El espacio alrededor de Checkpoint Charlie es más preciso que el de la memoria que puedo tener al recordar la noticia de la apertura de las fronteras: recuerdo haber visto en las noticias la emoción por la desaparición de un muro que ni entonces de niño ni tampoco ahora era capaz de entender. El acto natural de ir de un lugar a otro que nos resulta tan fácil en el espacio Schengen, en la época de la beca Erasmus y los vuelos low cost, no era posible en Berlín, actual corazón europeo, hasta 1989 igual que hoy no es posible en otras partes del mundo que nos parecen lejanas a los europeos. Quizás se nos ha olvidado lo frágil que es Europa y lo extraña que es la paz.

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