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La lejanía que habito

Despierto en la habitación una mañana fresca de finales de mayo, la época en la que el calor apenas aprieta a mediodía y deja espacio a un bálsamo de brisa desde el amanecer. Los intersticios de la climatología tienen algo de paréntesis en las ciudades en las que la primavera sabe diferenciarse del resto de estaciones del año. Me siento delante del ordenador a trabajar y todo es como era hace unos años: en la habitación, la misma persiana a media altura para dejar entrar el aire, los mismos discos de Leonard Cohen que escuchaba entonces, los de principios de la década de los setenta, los mismos pósteres en las paredes, algún libro de Kafka en la estantería y un viejo recorte de una revista en la que se entrevista a Jacques Brel, cuyo lema leí durante años cada mañana al despertar: «El talento no existe, el talento es el deseo de hacer algo. El resto es sudor. Es el resultado de un trabajo encarnizado».

De los años en que estuve en la universidad apenas conservo en el tamiz de la memoria el recuerdo de haber pasado un tiempo dedicando las mañanas como esta a estudiar literatura clásica china y la Guerra Civil Española, levantarme al fresco de las primeras luces y seguir escribiendo hasta mediodía, antes de dar un paseo por el barrio, cuando el calor ya empezaba a apretar. La habitación donde yo dormía en casa de mi madre parece hoy un lugar inverosímil que pertenece a aquel tiempo, como si en el presente en que vivo ahora estos recuerdos fueran invenciones o historias vividas por otros, como los cuentos que yo escribía cuando vivía allí en los que siempre había algún romántico huidizo que tomaba un tren de madrugada y se marchaba para nunca volver.

Pero ahora, en la lejanía que habito, las estaciones de tren han perdido ya su valor romántico, su estética literaria. El espacio en el que Kafka y Milena se hubieran encontrado de haber existido en un tiempo similar a este se parece más a un centro comercial que a un andén solitario de novela negra en el refugio de la noche. Para encontrar un oscuro espacio de soledad viajera, habría que detenerse en un apeadero retirado, bajarse del vagón con algunos pasajeros somnolientos que tienen algún familiar esperándoles y descubrir que a esa hora ya no hay taxis ni ningún transporte y hay que caminar varios kilómetros de carretera negra hasta llegar a un lugar civilizado. Ahora viajo de día, adormilado, sobresaltado a veces por unas notas musicales que dan paso a la voz de la megafonía que anuncia la próxima estación. En esta a la que acabamos de llegar se baja un hombre que sostiene un pitillo apagado entre los labios, listo para encenderlo al poner el primer pie en el suelo, y descubro que ya estoy solo en el vagón. Viajo como en un tren fantasma que recorre los campos desiertos del sur de Extremadura.

Paso las horas de viaje leyendo y escribiendo este diario, mirando por la ventanilla el paisaje de arboledas extremeñas por el que serpentea la vía del tren, en la lejanía de montañas y dehesas no se ve ningún pueblo cercano, incluso al parar en una estación miro alrededor y las pocas casas que descubro están a varios kilómetros de distancia.

Salto al andén de la estación de tren de Zafra y busco con la mirada algún fotograma de Los Santos Inocentes, que se rodó por estos lugares. Camino en paralelo a la vía y miro hacia el edificio principal: a través de unas ventanas que se vuelven opacas con el reflejo de la luz aún intensa de la tarde; a través de una puerta entreabierta que deja ver una sala de paredes desnudas en las que imagino que debe colgar un mapa de colores ocres, una de esas láminas que parecen haber sido siempre antiguas en las que aún aparecían dos regiones, Castilla La Nueva y Castilla La Vieja, que a mí me parecen de un pasado casi tan lejano como la Corona de Aragón; más allá hay una estancia en la que un hombre permanece de pie, como aguardando a alguien, y supongo que será lo que un día fue la cafetería de esta estación de tren del pasado, no de aquel 1984 en que se rodó Los Santos Inocentes, sino del remoto año 1960, que parece aún más lejano en la profundidad de la España rural. Más allá de la puerta de salida se extiende la Avenida de la Estación hacia el centro de la ciudad. La fachada de esta estación de tren parece un portal hacia otro lugar del tiempo.

Al recogerme Alicia en el coche me saca de mi error: esta no es la estación que aparece en la película, sino otra a la que se trasladaron tiempo después, y el mundo de ficción en el que yo he estado hace unos minutos ha sido una improvisación de la mala memoria.

Qué lejano se vuelve el tiempo que se evoca con la imaginación o con la mala memoria. Alicia conduce por la avenida alejándose de la estación y yo quiero inventar un espacio en el que nos hemos encontrado furtivos como Kafka y Milena. Bajo la ventanilla del coche para que entre el aire de la avenida, que se vuelve más fresco al doblar una esquina, y entramos en una calle en sombra, una calle a la que ha llegado la primavera, con su frescura, en una tarde como esta, y recuerdo algo que Leonard Cohen cantaba hace décadas y que yo he escuchado esta mañana en Granada:

And then leaning on your window sill
He’ll say one day you caused his will
To weaken with your love and warmth and shelter
And then taking from his wallet
An old schedule of trains, he’ll say
I told you when I came I was a stranger

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