¡Ay, ay, ay de mí!
¡Ya no sé manuescribir!
Ya saben por mi anterior columna que, por causa de la descarga de un rayo, he estado toda una ajetreada semana sin poder disponer de mi fenecido ordenador ni de ningún otro.
¡Oh, qué prueba de fuego para un tecnoescritor de nuestros días (como me precio de ser)!
¡Oh, qué vacío! ¡Qué cruz!
¡Cómo se arremolinaban las ideas en mi mente buscando una salida que sin la mediación del procesador de textos era casi imposible!
Mi mente, acostumbrada a fluir a su sayo a través del procesador de textos, se encontraba ahora como neuroatada, cercenada e invalidada, o sin pista de despegue hábil que poder usar para mejor manejarse.
Ave de altos vuelos, a ras del suelo.
¡Oh! ¿Qué hacer?
La mente de un escritor siempre se encuentra activa, mas lo que a fin de cuentas subsiste solo es lo que logra reflejar en grafías; es decir, lo que consigue materializar.
Para aplacar y domeñar mi síndrome de abstinencia, decidí consolarme manuescribiendo.
Al menos, así evitaría algunas preciosas fugas y me mantendría entretenido.
¡Qué ingenuo!
Conviene hacer al caso algo de memoria, y recordarme manuescribiendo en un tiempo en que no disponía de computadora, período que ocupa más de la mitad de mi vida.
Mis ejercicios eran de carácter breve, y la mayoría se correspondían con apuntes, notas o reflexiones, algunos poemas y cuentos muy cortos; también, ciertas epístolas.
Ni se me ocurría ambicionar largos textos con mi fea, tosca, torpe, afectada, molestada y hasta cutre y muy variable y vulnerable letra; de la que bien poco puedo presumir.
Por aquellos entonces importaba la caligrafía, en la que nunca fui diestro.
El día que descubrí el procesador de textos fue como si Dios me hubiese entregado unas mágicas y de lo más preciosas llaves.
–¡Atesóralas cultivándolas! –me sugirió desde Sus Alturas.
Escribí de corrido en la computadora «El discreto pulso de La Matagangas» y luego un novelón de medio millar de páginas, un documento de índole privada; y es que yo –lo tenía clarísimo– buscaba luz y camino en aquella mi incipiente tinta.
Y casi dejé de manuscribir, quedando ello para las pertinentes tomas de notas.
Y –¡hay que ver!– escribí mucho muchísimo a bordo de la tecnología.
Tanto que me distancié lo mío de la manuescritura, ya que me hice con una más ágil y práctica grabadora de mano para rescatar mis puntuales iluminaciones.
La cosa es que, a lo que me traía, debido al apagón, mi atestada computadora se fue a hacer puñetas y me las vi igual que hace treinta años, si no peor.
¡Oh!
Me puse a manuescribir, o mejor dicho, a tratar de hacerlo, sabiendo que no era ni mucho menos lo mismo que tecnoescribir, y conseguí algunos agujereados y provisionales párrafos. ¿Cómo diantres se las ingeniarían mis antepasados colegas? Menudos méritos los suyos: ¡Escribiendo con una pluma y un tintero! ¡Tela marinera!
En cambio para mí, que soy un tecnoescritor actual, la experiencia de manuescribir no dejaba de ser curiosa y singular. Había que tener cuidado con lo que se reflejaba. Meditarlo antes muy bien, y aún así. Mi velocidad punta se traducía en una especie de letra de médico, en tanto que cuando me encontraba relajado las grafías figuraban más modeladas.
Era arduo manuescribir.
Pensé en que ello me sucedía precisamente a mí, un novelista, un hombre dado a las letras, y me pregunté cómo sería en mi prójimo y sobre todo en las más jóvenes generaciones tan aplicadas a teclear. Consideré la cercanía de la escritura manual y sus latidos, y también me paré en evaluar mis distanciamientos de la misma, y mi asumida dependencia tanta del procesador de textos; y me sentí tremendamente atrofiado y, sí, desestupendo.
Un procesador de textos solo cabe simularse mentalmente pero no establecerse, y me ha sucedido varias veces que he soñado soñando desde uno onírico tan creíble y tuno que hasta antes de apagarse, y de despertar yo, me preguntaba si, para mi conformidad, deseaba salvar los cambios.
Manuescribir comprende unos rigores físicos y mentales que con la tecnoescritura se relajan.
Yo, me he dado cuenta, más que a escribir, me dedico a revisar, corregir y matizar; y sí…
¡Ay, ay, ay de mí!
¡Ya no sé manuescribir!
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