Las gotas de lluvia caían sin piedad sobre Chencho, provocando un repetitivo chasquido cuando no acertaban en su cuerpo y rompían contra la lápida sobre la que estaba tumbado. La intensidad del agua no había amainado en las últimas horas y el cuerpo del perro no tenía ya ni un pelo que no estuviera empapado. Además, el perfecto nivel del mármol favorecía que se acumulara el líquido alrededor de él, rodeándolo de un charco cada vez más frío.
Sentía que esta vez podía ser la definitiva, pero tampoco le importaba. Había agotado muchas veces sus fuerzas, pero siempre le había respondido la cabeza para salir a flote.
Ajeno al aguacero que le caía encima, dejaba su mente volar a diversos episodios vividos junto a Luisa, su dueña, su ama, su “amiga” como a ella le gustaba decir cuando se cruzaba con algún vecino y este le interrogaba sobre su compañía.
Trazos del pasado corrían por su recuerdo, como el de su encuentro siete años atrás. A pesar de las amenazas de mordiscos con que él la recibió, producto de sus malas experiencias con otros humanos, Luisa insistió en que aquel saco de huesos, lleno de cicatrices, de mirada temerosa y andar oscilante, consecuencia de la mala vida que la vida, valga la redundancia, le había deparado, se uniese a ella en el tiempo que aquella unión perdurase. Con angustia a la vez que ternura, evocaba su entrada en aquella casa de pueblo, inmóvil en la entrada, atento a los movimientos que la anciana realizaba. En un santiamén, la mujer creó una cama atractiva con una vieja manta, llenó de agua un plato y de restos de puchero otro, colocándolo todo en un rincón del salón, no muy lejos de donde él se hallaba. Tras estos prolegómenos, se sentó en una vieja mecedora a esperar la reacción de su nuevo amigo.
“Siete años”, pensaba Chencho. Tras aquel primer encuentro, nada ni nadie los separó. Él supo ser fiel a su amiga, y ella supo darle la vida que él se merecía, sin lujos, es cierto, pero con todo el afecto que el perro nunca pudo imaginar que existiese.
De vez en cuando, los gratos recuerdos dejaban sitio, brevemente, a la bofetada de realidad que hoy corroía su corazón. Miraba al Cielo, de reojo, sin mover ningún músculo más que no fuera necesario, y se imaginaba a su amiga protestando en las puertas del mismo por ese reclutamiento no deseado, por esa Llamada a la que nunca deseó contestar. “La muerte puede esperar”, solía decir Luisa cuando le contaban achaques interminables algunos coetáneos del lugar, los cuales no dejaban escapar oportunidad de queja y/o deseo de un final digno. Chencho, en esas ocasiones, cuando la escuchaba soltar su frase, y con el ánimo que la decía, ladraba contento mientras giraba sobre sí mismo haciendo, cada tanto, una pequeña parada para frotarse contra ella.
—Parece que te entendiera—le decía el contertulio de turno de broma.
—Más de lo que tú esperas—saltaba el resorte orgulloso de ella.
Seguía la lluvia torrencial anegando sin piedad todo el cementerio. “El Cielo llora por ella, en vez de alegrarse de recibirla”, alcanzaba a convencerse su amigo.
No todo fueron buenos momentos. Se acordaba, Chencho, de la Nochebuena en la que Luisa enfermó, lo cual no era lo más aconsejable en un pueblo aislado por la nieve, a más de diez kilómetros del médico más cercano y con una población corta, de edad muy avanzada y limitada de desplazamiento. A duras penas por teléfono, Don Leopoldo, el doctor, le aconsejó varios remedios para su mejoría aunque le era imposible llegarse hasta allí para administrárselos. Resignada, Luisa fue a colgar cuando una ráfaga de ladridos llamó la atención de ambos, de ella y de su interlocutor al otro lado de la línea. Su fiel amigo había reconocido la voz familiar del galeno e intuía que había que llegar hasta él para resolver el problema. En más de una ocasión, con los caminos transitables, habían ido a visitarlo a su consultorio cuando él no había llegado hasta allí. Sin dudarlo un segundo, provisto del arnés con el que siempre se desplazaba, logró atravesar la ventisca por senderos invisibles hasta regresar con los remedios que hicieron curar a su amiga.
La gesta lo hizo popular en la comarca y, en mejores condiciones meteorológicas, lo afianzó como correo entre su lugar de residencia y los cinco pueblos más cercanos, todos equidistantes del suyo. Con Luisa, de forma habitual, solían recorrer los caminos, veredas, carriles y carreteras de la zona para conocer el terreno a la vez que les servía de ejercicio a ambos. Memorizaba las voces, las relacionaba con los lugares, se grababa en su memoria todos los trazados posibles y le servía para poder llevar pequeños portes de un lugar a otro. Tan sólo había que llamar a Luisa y que el perro reconociera la voz de la persona a la que tenía que ir a visitar.
Chencho sonreía con todos aquellos fragmentos de su vida, aunque haya mucha gente que no crea en la sonrisa de un animal. También es cierto que la tristeza y el desconsuelo lo invadían con facilidad, haciéndole sentir la impotencia del que no puede hacer nada. Y ahí lloraba. Sí, lloraba, aunque existan los que no crean en sus lágrimas.
Tres días atrás, miraba a su amiga mientras caminaban juntos, como muchos otros días, pero percibía que algo no iba bien. Ese día decidió no hacer la rutina que él solía de dejarla sola a ratos mientras investigaba aquí y allá, para luego volver a por otra caricia, otro mimo, otro piropo, que agradecía con saltos a dos patas. La respiración excesivamente forzada de Luisa era algo nuevo que lo tenía pendiente de ella, más cuando decidió retornar a casa sin haber recorrido ni la mitad de la distancia habitual, intentando convencerlo con un “parece que va a llover” que ni ella misma se creía.
Ya en la mecedora, oscilando por la inercia de haberse dejado caer sin apenas control, fue cuando Chencho se dio cuenta del inicio de una cuenta atrás indeseable. Le ladró, lamió sus manos, tiró con cuidado del final de su falda, hasta le mordisqueó cariñosamente los zapatos, todo buscando una reacción, unas palabras, una mirada de calma. La veía perdida, inconsciente, mientras se acababa el balanceo de la silla.
Corrió y ladró por el pueblo con un tono alarmado, con aullidos de dolor sin tener herida alguna, con sonidos suplicantes de una ayuda que no llegara tarde. Se movilizaron todos los vecinos junto a muchos de otros pueblos. Se consiguió llevar el corazón de Luisa al hospital de la capital aún con vida. Chencho estuvo rondando la puerta del mismo junto a Raúl, junto a José, acompañado de Rosa, Marta, Eusebio, y hasta Don Leopoldo pasó a interesarse por ambos en esos momentos críticos.
Dos días más tarde, nadie fue capaz de hacerle entender que su amiga se había ido, nadie lo convenció de volver a una casa en donde ya faltaría quien había sido su vida. La salida del coche fúnebre, con el olor familiar de ella que pudo percibir, fue el mazazo que nunca esperó. Enloqueció de tal manera que arrancó a correr sin sentido y sin que ninguno de los presentes pudieran pararlo.
Fue instantes antes de recibir sepultura el féretro de Luisa cuando todos se percataron de la presencia de Chencho. No se había sabido nada de él en todas esas horas de velatorio, ni durante el sepelio. Probablemente había tomado ese tiempo para asimilar su propio luto, pero no quiso faltar en su último adiós. Un silencio absoluto embargó a las apenas quince personas que allí estaban. De pronto, unos aullidos lastimeros, mezclados con ladridos afligidos, que a modo de despedida dedicó a su querida amiga, emocionó a todos los presentes. Sobraban las palabras para saber que no era un adiós, sino un hasta pronto.
Parado delante de la fosa donde iban a sepultar a la única persona que le quiso de verdad, Chencho asistió sin apenas parpadeo al cierre de la tumba de su amiga. Comenzaban a caer las primeras gotas del fuerte aguacero que estaba previsto para esa tarde-noche, cuando los escasos asistentes iniciaron el regreso a sus casas antes de que la descarga de agua fuera mayor. Alguno intentó llamarlo para que se fuera con él, pero todos eran conscientes del momento tan duro por el que estaba pasando, así que decidieron dejarlo solo.
—Ya vendrá cuando lo crea conveniente—se susurraron convencidos.
Tumbado en la lápida, quería seguir esperando un milagro en el que no confiaba. Sentía que era su sitio en esos instantes. Acompañarla, dar su calor, incluso su vida. Y el agua caía. Y caía, y caía, arrastrando con ella parte de su vida. La parte que esa muerte le había dejado.
“Sigo cerca de ti, amiga”, se repetía Chencho sin querer moverse, entre lágrimas calientes que la lluvia enfriaba.
Muy emotivo, José Luis. Y muy bonito. ¡Enhorabuena!