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Chupando tinta al calor de un lento blues

 Igual, exactamente igual que siempre. Siempre la misma canción, le soltaban y le decían «¡búscate la vida!»; y él –una reacondicionada creación autopoiética que ni de laboratorio, una parasensible máquina de lo más inestable, ducha en soluciones verticales–, a husmear en los bajos fondos o las más críticas alturas, las cajas fuertes, las psicologías de los posibles implicados o váyase a saber qué detalle, confidencia o extensión del ciberespacio, donde la información encriptada rara vez tenía pelos o se regalaba.

Y siempre le sucedía lo mismo cuando, tras acabar de cerrar un asunto, se le presentaba el siguiente: dejaba atrás la resuelta pantalla y, a continuación, a la sombra de una especie de ruido blanco, un amargo vacío le trepanaba las tripas de su tan trasnochado cerebro del siglo pasado y le hacía sentir como si lo tuviese del todo hueco y no fuese más que un estorbo.

¿Qué se llevaría esta vez a la boca? –toda una pregunta improcedente. Nunca aprendería.

La experiencia le decía que donde menos esperaba, saltaba la liebre; y que al hombre pobre, bien le convenía repartir su vista.

A fin de cuentas, lo único que querían y esperaban de él era su delineada tinta. El cómo hiciera él para ordeñarla y distribuirla era cosa enteramente suya. El Jefe, como en cada misión, se remitía a aguardar con lupa sus periódicas líneas.

De momento, no tenía caso, ni idea, ni recurso alguno; solamente su incierta materia gris cociendo como si acabase de recibir de lleno un zambombazo. Su trabajo (el que diablos fuere) debía responder en todo grado a su impronta. No en vano, era uno de los perros más veteranos de la casa y ya tenía más que definida su vena y sus aires.

Ello le acarreaba sus ansiedades.

Disponía de una semana por delante de margen. A lo largo de la misma sucederían cosas que le brindarían o negarían sus oportunidades. Ser un escritor comprendía ser una estación en vilo que se encontraba operativa o, como era ahora su caso, al acecho las veinticuatro horas del día. Ser escritor contravenía tener que afrontar esa extraña y hostil asignatura cargada de interrogantes que se le ofrecía la opacidad del silencio y saber encontrar un firmamento de luz en ella.

El café no podía faltar de su alcance; tampoco el tabaco (ya sé que no está bien decirlo en estos tan escrupulosos tiempos que corren). También importaba no obsesionarse ni torturarse demasiado delante del folio en blanco porque a veces el quid no estaba precisamente allí; y es que la principal dificultad a la hora de afrontar un texto estribaba en verlo; si siquiera se oteaba el mismo, todo resultaba mucho más sencillo y cuesta abajo. Lo terrible era andarse perdido, sin encontrar cacho en qué clavar el diente.

La labor de un columnista literario era muy distinta de la del periodístico, ya que éste era un rehén de la actualidad y aquél un hombre enteramente libre; y saber sacarle partido a la libertad a veces era más difícil, porque el universo ofrecido era infinitamente más amplio y la calidad de los frutos más exigida.

Nuestro hombre reflexionó, y reflexionar era extender sus más ilimitadas alas en el más infinito de los espacios que le había sido concedido: su prodigiosa mente. Dicha remuneración sumamente íntima era lo que más atesoraba del oficio de escribir; y el Jefe que dijese lo que quisiera. Su carpintería era un universo paralelo de carácter privado. Tal, solo precisaba de un objetivo claro para comenzar a poner en marcha sus engranajes y poleas para bien desarrollar su trabajo.

Eso sí, todo le estaba permitido. Aunque no se había cargado aún a nadie, tenía incluso licencia para matar. Tal era la libertad que le asistía y, ciertamente, le satisfacía mucho saber hacer un católico uso de ella.

Cerró los ojos.

Cerró los ojos y entreabrió los arsenales de su mente atemporal a su rezagada y torpe mente circunstancial. Así era como se hacían las cosas. Un párrafo más y ya le alcanzaría para cubrir el artículo de la semana. Los lectores tendrían qué llevarse a la boca, y él primero y luego el Jefe respirarían.

¿Saldría el lector satisfecho y crecido? ¡Ojalá!

Lo único importante ahora era festejar que la semana estaba salvada sin que nada se le hubiese quedado en el tintero.

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