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La tristeza

Ríe y el mundo reirá contigo; llora y el mundo, dándote la espalda, te dejará llorar.
CHARLES CHAPLIN, actor, compositor, guionista y productor británico.

Aunque todo el mundo tiene derecho a entristecerse, la tristeza suele ser una de las parejas feas con la que nadie quiere bailar. Es un incordio sentir esa opresión en el pecho que te hace respirar con dificultad, esa angustia en la boca del estómago, ese aire abatido, esa falta de iniciativa para hacer cualquier cosa. La tristeza te quita las ganas de comer, las ganas de hablar, las ganas de reír.
Sin embargo, a pesar de esa especie de estado febril en el que nos sumerge cuando llega, la tristeza tiene su utilidad, su porqué. Con el sentimiento de tristeza comienza también la introspección, el duelo, la aceptación de aquello que nos pasa. Por eso comenzaba este artículo con la afirmación de que todos tenemos derecho a entristecernos; derecho y necesidad.
El siguiente paso, no obstante, debe ser enfocarnos en el motivo y no en los síntomas. Porque si nos regodeamos en cómo nos sentimos, retroalimentamos nuestro estado de ánimo y nos pondremos tristes por estar tristes, lo que nos conducirá a una tristeza extrema de la que sería más complicado salir.
Ahora bien, ¿somos todos iguales de propensos a experimentar ese sentimiento tan gris? Hipócrates intentó explicarlo a través de su teoría de los humores, según la cual existen cuatro sustancias básicas en el cuerpo humano llamada humores, a saber: la bilis negra, la bilis amarilla, la flema y la sangre. Estos humores se corresponden, además, con los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua, por lo que la teoría se relaciona también con la manera en la que los griegos entendían la naturaleza y el cosmos.
Del equilibrio de estas sustancias depende el estado de salud de una persona. Siguiendo la teoría, el aumento o disminución de los humores está en función de la dieta y de la actividad de cada persona.
Hipócrates vinculó la bilis negra a la tierra asignádole las propiedades del frío y la sequedad. La bilis amarilla fue vinculada con el fuego, cuyas cualidades eran la calidez y la sequedad. A la flema, relacionada con el agua, se le asignaban las cualidades de frío y humedad y a la sangre, vinculada con el elemento aire, las cualidades de calidez y humedad. De este modo, la clasificación de los humores le sirvió a Hipócrates para clasificar a su vez a las personas en flemáticas (tranquilas), melancólicas (tristes), coléricas (airadas) y sanguíneas (impulsivas y poco dadas a la reflexión).
De todo ello puede deducirse que una persona melancólica es más propensa a la tristeza que una sanguínea. No es que esta conclusión nos ayude demasiado, pero sí podemos asegurar que la personalidad de cada uno de nosotros nos predispone a interiorizar lo que nos pasa de una manera determinada.
¿Podemos entonces gobernar la tristeza a nuestro antojo? Como decía Aristóteles, el hombre es un animal político, esto es, cívico, social. Como seres sociales necesitamos expresar nuestros sentimientos. En el caso de la tristeza, esa expresión puede interpretarse como una petición de ayuda que redunda en la cohesión social, en la respuesta de los otros. Muchos de los consejos que hemos oído en numerosas ocasiones nos animan a expresar el sentimiento de tristeza sin pudor a través de las lágrimas. Todos hemos experimentado alguna vez el beneficio del llanto. Pero tal vez el más llamativo de los consejos sea centrarse en el ahora y no dejar que la mente nos juegue malas pasadas. Lo que ocurre en el interior de nuestro cerebro tiene un enorme potencial que incide directamente en nuestro estado de ánimo. Por eso se hacía referencia con anterioridad a la importancia de centrarse en la causa de la tristeza y no en el sentimiento mismo.
Como a nivel cognitivo puede invadirnos pensamientos negativos cuando atravesamos un estado de tristeza o melancolía, es importante disponer de algunas herramientas que detengan esos pensamientos como si de un antivirus se tratara. Debemos evitar repetirnos que la situación en la que estamos es terrible, que lo peor siempre nos pasa a nosotros o que esto que nos ocurre no podremos superarlo en la vida. Todos esos pensamientos negativos no aportan nada bueno a nuestro estado de ánimo que en esos momentos es ya de por sí bastante malo.
En resumen, debemos dejar que la tristeza tenga la función que tiene, que es la de ayudarnos a reflexionar sobre lo que nos pasa, aceptar e interiorizar el suceso que nos causa ese sentimiento y hacer el duelo correspondiente expresándolo a través de nuestra conducta, pero no debemos terribilizar —en boca del psicólogo Rafael Santandreu— de manera que nuestra mente añada contenido extra a la situación que nos entristece.
Según la psicóloga Rocío Navarro, podemos hacer tres cosas cuando estamos tristes: reconocerlo, que es el primer paso para empezar a solucionarlo; mantenernos ocupados, ya que el movimiento lleva al movimiento; y buscar alivio, ya sea en familiares o amigos, o en actividades, como escuchar música o simplemente comernos un helado.
Parecen consejos simples para hechos que pueden ser dramáticos, como la pérdida de un ser querido, por ejemplo. Pero la realidad siempre se impone. Las cosas ocurren y nosotros estamos en medio de lo que sucede sin que podamos evitarlo. Tenemos derecho a reaccionar, de acuerdo, pero también a superarlo, a seguir adelante.
No quiero terminar este artículo de manera triste. Así que te propongo un último ejercicio de imaginación: imagina que hablamos despreocupadamente y que algo nos hace sonreír. Hay mucha complicidad entre nosotros y lo que decimos nos hace mucha gracia. Tanta gracia que la sonrisa se ensancha mucho y nos invaden unas ganas locas de reír. Y entonces reímos. Libre y desenfadadamente. Reímos y nos miramos, y cuanto más nos miramos, más reímos, hasta que nos duele el estómago e intentamos controlarnos a nosotros mismos para detener la risa. Lo conseguimos a duras penas y volvemos a mirarnos, lo que despierta en nosotros nuevamente las ganas de reír. Para evitar más dolor de estómago, decidimos dejarlo por hoy. Ya seguiremos hablando en otra ocasión. El hecho es que, cuando nos despedimos y la risa imaginaria vuelve a convertirse en una franca sonrisa, ya no recordamos el tema central de esta columna y habremos comprobado el poder de nuestra mente.

Germán Vega Contributor
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