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¡Poderosa literatura!

¡Era difícil, por no decir imposible, terminar con la literatura, pues tal estaba, como quien dice, en toda palabra, en todo discurso, toda acción, toda estimación; en suma, en todas partes. Sin embargo, cabía atacarla, desprestigiarla, ningunearla, deslucirla (o eso deberían pensar sus tantos enemigos y detractores) y hasta estigmatizarla, a fin de infantilizar las mentes, para mejor pastorearlas.

La ecuación era tan sencilla como «cuanta más literatura absorbe un cerebro, más criterio y enriquecimiento adquiere»; que no «más pájaros en la cabeza tiene».

Durante mucho tiempo (milenios y milenios), la literatura no tuvo rival, ya que el teatro se comportaba como toda una extensión suya, proporción con la que, salvo excepciones, no comulgarían ni el cine ni la televisión, que se adueñaron de otros infralenguajes que entrarían en mala y penosa lid con el genuinamente literario, el cual sí que supo defenderse de las pretendidas usurpaciones de los mismos.

¿Cómo llevar un poema a la pantalla? ¿Cómo la prosa poética? ¿Cómo la belleza de la literatura? Se hicieron sus intentos con los vídeo-clips, pero sin  alcanzar las cotas propias de la deriva literaria, la cual, evolucionando, supo seguir vindicándose. Y es que, salvo la vida misma, ningún elemento conseguía emular los fisiológicos milagros que el lenguaje de las palabras practicaba en nuestro cerebro y nuestra mente; por ende, en nosotros.

La tecnología, por ejemplo, lidiaba por crearle sus contrincantes a La Palabra, que se distinguían por ser huecos y muy bien simulados, pero que no calaban fluidamente como El Verbo sino de chabacanas y torpes maneras.

Ahora, le llegaba el turno a la Realidad Virtual. Mañana, quizás –¡qué sé yo!– a los sueños artificiales. Pasado, ya me dirán, a la Vida Eterna Sintética; lo menos.

(En cambio, la literatura se bastaba por sí misma; y un buen libro se convertía en toda una experiencia real que incorporábamos directamente a nuestro abecedario mental. ¡Oh, qué delicia leer a Dante! –se me ocurre ahora– De no ser por la literatura, yo no habría conocido la mejor voz de tan dilecto poeta.)

Los enemigos de la literatura competían para robarle terreno (y eran tantas las posibilidades de distraer a las personas y tantos los instrumentos…), y lo cierto es que, aunque andábamos muy lejos de reconocer una victoria definitiva, se habían llevado muchísimos gatos al agua, consiguiendo que muchos de los tiempos de lectura se sacrificasen por sucedáneos de poca monta; con los consiguientes déficits.

La literatura era un arma muy peligrosa para los tiempos que corrían, porque creaba escuela de humanidad y hacía crecer a las personas. De caer en manos de un loco, bien podría hacer no ya cientos, como defiende el refrán, sino, con las tecnologías actuales, millones. ¿Qué pasaría si de repente todos nos volviésemos locos o, en un ataque de lucidez, o por la repentina adquisición de un séptimo sentido, nos diésemos cuenta de que habíamos estados locos perdidos hasta justamente ahora? ¡Menuda hecatombe!

El caso es que preocupaban las lecturas de obras de extrema lucidez y, para cuidarse de las mismas, se habían súper poblado los mercados con títulos mediocres que no se distinguían precisamente por el culto a las figuras literarias, sino que su aliciente estribaba en los hechos que se narraban; es decir, que se solapaba el continente en favor de las intrigas del contenido; escritura que se acercaba más al lenguaje periodístico que al literario.

La literatura, tomada como un ensalzamiento de la belleza del lenguaje y el pensamiento, estaba de capa caída, por considerarla «minoritaria»; es decir, poco rentable en términos económicos y poco asequible. Socialmente, se pregonaba literatura cómoda, superflua y baladí, que ni siquiera hubiese que masticar, que no recalentase apenas los sesos.

Páginas muy simples, más concebidas para ser escaneadas por el lector, que detenidamente leídas y, si se placía, saboreadas, releídas y rumiadas.

Pero, esa minoría de calificadísimos autores y lectores que incondicionalmente veneraban la literatura de altura, tenía consigo el poder inequiparable de distinguir La Luz, de ser sus testigos e instrumentos, y, como la vela que va delante es la que alumbra, a tales les correspondía vindicarla y protegerla, en pro del género humano.

Yo coloco, hela aquí, mi píldora, esta suerte de granito de arena. Usted, resulta que se la acaba de merendar. Cual se suele decir, mucho va de Pedro a Pedro ; y, como esto… ¡todo!

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