Un bebé representa la opinión de Dios de que el mundo debe continuar.
CARL SANDBURG, poeta, historiador y novelista estadounidense.
Esta semana se cumplen cuarenta entregas de La cita de la semana, la columna de la revista cultural Lenguas de Fuego que me ha permitido reflexionar contigo cada viernes sobre lo humano y lo divino. Cuarenta semanas suele ser también el tiempo medio estimado que dura un embarazo y es durante esa semana cuarenta cuando se dice que el bebé está preparado para nacer.
La mayoría de los que hemos tenido la fortuna de engendrar y ver nacer a un hijo sabemos que no hay emoción mayor que la que nos proporcionó el momento en el que ese nuevo ser asomó al mundo y llenó todo el espacio con un llanto que muchos han interpretado como una protesta por haber sido arrebatado del seno de una madre amantísima y otros como un preludio del camino de aprendizaje y superación que le aguarda a cada cual en esta dimensión.
La vida es un milagro maravilloso y el hecho de nacer es un acontecimiento único, aunque ninguno de nosotros pueda recordarlo. Pero también se trata de un hecho traumático. Si nos detenemos un poco a pensar, nos hallamos en el seno materno, protegidos de todo peligro, flotando confortablemente en medio del líquido amniótico y sintiendo el amor de la madre a la que estamos conectados físicamente, que además nos nutre y nos aporta todo lo necesario para vivir. Vivimos, sí, pero no hemos nacido. Nacer supone abandonar ese estado de paz —y de pez, diría yo— y pasar de un entorno líquido y silencioso en el que solo se oye el corazón de mamá, latiendo rítmicamente y algún sonido del exterior amortiguado por músculos, huesos y piel, a un ambiente seco donde desaparece la sensación de ingravidez y nuestro cuerpo nos pesa y nos exige un esfuerzo considerable en cada movimiento. La luz nos ciega y nos impide distinguir aquello que nos rodea. Todo es nuevo para nosotros y eso nos asusta. ¿A quién le gustaría recordar eso?
En cualquier caso, los expertos no se detienen a explicar esa amnesia de los primeros años basándose en la experiencia traumática. Ellos han dado un nombre a la razón de que no seamos capaces de recordar nuestro propio nacimiento: neurogénesis neuronal. Este fenómeno no es más que la superposición de neuronas ante el enorme crecimiento de estas en el momento anterior y posterior al nacimiento. El hecho de que aparezcan neuronas nuevas a esa velocidad tan vertiginosa y que unas estructuras se superpongan a otras hace imposible que los recuerdos duren y se fijen.
Por otro lado, también está la afirmación de que solo podemos recordar aquello que somos capaces de explicar con palabras. Esto es así porque la región lingüística está directamente asociada con la memoria. Al no tener el bebé un lenguaje consolidado, es más difícil crear el recuerdo.
Pero de algo podemos estar seguros: hemos nacido. Dos preguntas nos asaltan ante semejante hecho: ¿por qué?, ¿para qué? La primera es más fácil de contestar que la segunda. Todas las especies terrestres cumplen el mismo ciclo: nacer, crecer, reproducirse y morir. Algunos de los especímenes humanos se niegan a reproducirse, cierto —yo añadiría que muchos incluso se niegan a crecer—, pero la mayoría lo hace. La cuestión es: ¿nos reproducimos para asegurar la perpetuación de la especie? Puede ser una buena respuesta desde el punto de vista religioso —creced y multiplicaos— o científico para el resto de las especies, pero no creo que sea ese el motivo que puedan esgrimir la mayoría de los padres a los que preguntemos ¿por qué han querido ustedes tener un hijo? ¿Les preocupa la extinción de la raza humana y han querido contribuir a que no suceda algo tan triste? ¿Están obedeciendo a un mandato divino? No. Sinceramente, no creo que sea esa la respuesta más común.
Otras respuestas más convincentes tal vez sean algunas como querer formar una familia, vivir la experiencia de ser padres y dedicar nuestra vida a la crianza y protección de nuestros hijos o completar algo que nuestra mente identificaba como incompleto.
Eso sí, hay una necesidad de trascendencia que está detrás del hecho de querer dejar descendencia en esta parte del universo conocido. Perpetuarnos, sí, pero a nosotros mismos de alguna manera, viéndonos reflejados y reproducidos en nuestros propios hijos. Pero ¿qué pasa si cambiamos al interlocutor y no le hacemos la pregunta al que engendra, sino al que nace? ¿Para qué has nacido? ¿Acaso lo sabes?
Viktor Frankl publicó en 1945 El hombre en busca de sentido. Como superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Dachau durante el Holocausto, Frankl se hizo a sí mismo la pregunta del millón: ¿cuál es el sentido de la vida? Para responderla, y con el propósito de encontrar un sentido elevado a la vida, Viktor Frankl nos propone cambiar la actitud ante la propia vida, aceptando lo que nos ocurre siendo resiliente y positivo. Para Frankl, el sentido de la vida no se pregunta, sino que se siente. Como explicaba el propio neurólogo, psiquiatra y filósofo austriaco, cada día y en cada momento tenemos la oportunidad de tomar una decisión sobre si quedar sujetos a las propias circunstancias, como un juguete en manos del destino, o actuar escuchando a nuestro verdadero yo.
Por decirlo de un modo menos profundo: el hecho es que hemos nacido y no tiene mucho sentido preguntarnos por qué ni para qué. Lo importante es responder a aquello que nos ocurre con un sentido elevado de la existencia. Un sentido elevado que hay que trabajar con esmero.
Si acabas de ser papá o mamá, mi más sincera enhorabuena. Como dijo José Saramago, «un hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos».
Si acabas de nacer, espero que tu causa arroje un poco de luz en medio de la oscuridad, un poco de amor en medio de la barbarie y un poco de humor en medio de la tristeza. Si es así, seguro que tu vida estará llena de sentido.
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